Insisto en que estoy mirando sólo aquella zona, digamos, literaria de esos textos que llegan bajo firmas falsas. Para ser justo, debo reconocer que a muchos de ellos no les falta agudeza y que a veces expresan criterios con los que coincido (ya sabemos, “El diablo no tiene la razón pero tiene razones que vale la pena atender”), aunque en otros casos son chapuceros, tontos y su escritura pésima. Pero más allá de cuestiones de calidad, hay en la propia manera en que existen, en que toman cuerpo, argumentos que me molestan, que me preocupan, sustancialmente. Algo que huele mal.
Lo primero es su intolerancia política. Como dije antes, se descalifican, sobre todo, escritores cuyo compromiso con la revolución cubana es explícito. Si décadas atrás nos quejábamos de que la izquierda dogmática desestimara figuras valiosas sólo por sus ideas de derechas, o aun por su indiferencia, invertir la ecuación no es menos nocivo y demuestra idéntico sectarismo: ni uno ni otro pueden hacer bien a la cultura, aunque uno y otro lleguen amparados por situaciones de poder o por el espíritu de la época.
Me molesta también la falta de rigor, la comodidad que se impone con el anonimato (y evito escribir la palabra “cobardía” para no cometer el pecado de la comodidad, de la descalificación fácil, adjetiva). Ya sabemos, desde Barthes y Foucault, que un autor es algo diferente que el nombre de quien escribe. El anónimo se esconde también como autor. No sólo pone su persona, su rostro o su cuerpo mismo a salvo de réplicas, represalias o agresiones sino que está enajenando esa otra parte que le pertenece como autor. Al polemizar con un seudónimo de este tipo, sea el de Leopoldo Ávila o el de Fermín Gabor, lo hacemos contra una ficción, contra una fantasmagoría que terminará escapando (ya lo hemos comprobado en el primero de los casos), contra un cuerpo de ideas sin respaldo, sin historia.
(Anónimos, La Habana Elegante, segunda época)
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