A contrapelo de sus pecados, Eliseo es un poeta
de innegable estatura y, si bien no murió en Cuba, sino en México, a donde
escapó del horror de los años 90, es sabido que nunca renegó públicamente del
régimen cubano, que, no obstante, por no confiar ciegamente en él, jamás le
quitó un ojo de encima y le hizo demostrar su fidelidad en no pocas ocasiones.
Como
empezó a escribir en lo que consideraba el paraíso de su infancia, la escritura
y la niñez serían siempre el sustento de su visión de la realidad. Por algo
Eliseo se hizo pedagogo y, más allá de su propia obra, se convirtió en uno de
los más dotados traductores de literatura infantil y juvenil en nuestra lengua.
Pero
las tertulias El Turco Sentado, en la calle Neptuno a inicios de los años 40, a
las que asistía fascinado, lo llevaron a participar en la fundación del grupo
Orígenes en 1944 y a compartir una aventura cultural que, pese a su elitismo y
sus contradicciones, hizo a sus protagonistas merecedores de mejor destino en
la pesadilla histórica que debieron afrontar.
Desde
la fácil posteridad, uno desearía que también hubieran elegido mejor a quién
servían, pero no es tan simple juzgar la existencia de aquellos sobre los que
el miedo, las dudas o las falsas convicciones cobran un peso decisivo en épocas
cruciales. Como Eliseo.
Por
respeto a esas ataduras precisamente, Eliseo Alberto Diego no publicó hasta
después de la muerte de su padre Informe contra mí mismo, un libro que
ya tenía escrito en 1978 y donde cuenta cómo la Seguridad del Estado le pidió
que espiara a su propia familia e informara de cuanto ocurriese allí, en un
ámbito que pocos han sacralizado tanto como el autor de En las oscuras manos
del olvido.
La
policía política sabía bien que al principio Eliseo Diego, como tantos, no era
un apasionado del experimento revolucionario dictado por Fidel Castro y que,
también como muchos, había preferido la opción de colaborar a la del castigo y
la muerte civil. Pero advirtió también que, en lo profundo, el escritor no sentía
orgullo de su rol y hasta llegó a verse a sí mismo como un azorado payaso.
Algunos que lo conocieron mencionan su inocultable desprecio por la imagen que
le devolvía el espejo.
Ciertamente,
Eliseo alzó su voz en defensa del castrismo incluso en momentos tan éticamente
significativos como el caso Padilla, enfrentando a los intelectuales que
criticaban aquel proceso burdamente estalinista.
Sin
embargo, la utopía colectiva impuesta y deshumanizadora no lo ilusionaba, según
vemos en los versos donde confiesa su miedo por la actuación de las hormigas
"que al ir vienen" y que "están donde van sin más
preguntas". Aun así, Heberto Padilla lo retrató como un imitador de Jorge
Luis Borges, "más opulento", y Virgilio Piñera no soportaba en él
"el "estilo florcita": vaguedades y florituras; en suma,
aburrimiento".
Para
otro origenista, Lorenzo García Vega, "ese asturiano cazurro que siempre
fue Eliseo" había cometido "una desvergüenza total" con sus
escritos "sobre la revolución castrista", pese a que en definitiva,
"al pactar con Castro, el demonio bendito", todos ellos, y García
Vega se incluía, habían seguido "lo que ya era un mito folletinesco:
héroes católicos-románticos, videntes de cúpulas absurdas".
Aunque
no ignoraba todo eso, fue justamente Octavio Paz quien dejó dicho, en 1994 ante
la fatal noticia, que "la muerte era lo único que faltaba a Eliseo Diego
para convertirse en leyenda de la poesía latinoamericana". Y el mexicano
sabía bien de lo que hablaba, seducido por algo que iba más allá del fraseo que
saboreaba las palabras y la demorada respiración del verso del cubano.
"Todo
es al fin no más que un cuento mágico", creía Eliseo, pero el asunto era
más complejo. Y muy trágico, porque el refugio de la escritura y de la infancia
no lo salvó. Reinaldo Arenas dijo lúcidamente que "los regímenes
autoritarios pueden destruir a los escritores de dos modos", con la
persecución o con el pacto infame, y se preguntaba "dónde está la gran
poesía de Eliseo Diego escrita en los años 40".
(El poeta y su circunstancia. 14ymedio, julio 2020)
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