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Thursday, May 14, 2020

Michael H. Miranda vs. el escritor funcionario


Conocido es que un régimen como el cubano ha sabido sostenerse a base de premios y permisos: hay escritores que quieren viajar y ser reconocidos sin perder vínculos con ese Gobierno. Para esos había estímulos como los de ser enviados a una feria del libro en la Bolivia de Evo Morales o a una gira por aquella Honduras del defenestrado Manuel Zelaya. Con la instauración del chavismo en Venezuela, la lista de participantes se engrosó con aquellos que necesitaban a toda costa una computadora.
   Uno de los primeros ademanes del escritor/funcionario es cuestionar la naturaleza de quien se opone, negarle al otro su derecho de pertenencia a la ciudad letrada: ese no es escritor, aquel no es artista. Durante la Primavera Negra del 2003, se ufanaban diciendo que entre los arrestados solo había un periodista graduado: Julio César Gálvez. Estos guardianes de las esencias patrias siguen saliendo cada día a ganarse su pan, hoy gracias en parte a las redes sociales.
   El modelo de escritor/funcionario tiene larga ejecutoria en la Cuba posterior a 1959. Tendría como referentes a dos poetas, Nicolás Guillén y Roberto Fernández Retamar. Pero si el autor de la "Elegía a Jesús Menéndez" sabía escurrir el bulto en esos no escasos momentos delicados que le ponía delante el ejercicio del poder (es fama su ausencia por "enfermedad" durante la autoinculpación de Heberto Padilla), la firma del fallecido presidente de Casa de las Américas aparecía en cada condena a muerte que fuera elevada al Consejo de Estado.
   Otros se disputan la triste condición del arroz blanco de la Revolución: se les ve en misa, parada y procesión. No hace mucho Abel Prieto dirigía una ruidosa comparsa especializada en actos de repudio en una cumbre en Panamá y Miguel Barnet desatendía sus funciones como presidente lo mismo de la UNEAC que de la Asociación de Chihuahuas para regañarnos por meter la política en Facebook (¡todos a Twitter!) y mancharla con las nuevas tecnologías, pues aquella debe ser latifundio exclusivo de los revolucionarios verdaderos, como le enseñó Fidel, que era faro y guía de los pueblos sin internet.
   Barnet, por cierto, dice que, como él es poeta, se burla de que un tío-abuelo suyo fuera presidente de la República. Acto seguido, para hablar de su comandante, rápido se quita la pompa del rimador, que ahí burlas no valen, y dispara una prolija cadena de loas a quien sí vindica "los valores más auténticos de la cultura cubana".
   Un conocido caso de escritor/comisario fue el de Luis Pavón. Surgido de las Fuerzas Armadas, prestó servicios como látigo con seudónimo en la revista Verde Olivo y director del Consejo Nacional de Cultura en los 70 (el "Pavonato" le llamaron algunos a ese periodo) hasta terminar como autor de novelas para una editorial del Ministerio del Interior y ni siquiera tiene ficha en Ecured. Su aparición en televisión hablando de sus libros fue el detonante de la llamada "Guerrita de los emails", una sonada oportunidad para que varios escritores cubanos nos recordaran que el culpable de todo siempre había sido… el funcionario de turno.
   Aquellos de Leopoldo Ávila eran tiempos de pilón, mozambique y bugalú, cómo olvidarlo. Ahora la banda sonora debe ser concebida a base de trap y reguetón, pero los discursos no son diferentes. Por estos días un funcionario ágrafo —esos son en verdad mayoría, les falta obra pero no carecen de esfuerzo— ha llamado "rata de alcantarilla" a Luis Manuel Otero Alcántara. Otro, al frente de la Biblioteca Nacional, llamaba a librar a Cuba de "los gusanos".
   En La Jiribilla han aparecido nuevos episodios de un viejo culebrón revolucionario llamado "asesinatos de reputación". Los hay que con vulgar guapería, y a pesar de su edad ya casi provecta, se citan con Clandestino "junto al busto que digas", imagina uno que para dirimir discrepancias a palo limpio. Y hace unos meses en Hypermedia Magazine una escritora/funcionaria dejaba saber que todavía le quedaba cuerda para seguir ejerciendo la censura, ese tan revolucionario virus.
   Editar en ese país no es solo mantener a toda costa la política de crear lectores cautivos. Editar allí es censurar, está claro. Los cadáveres que la censura cubana ha prodigado han estado a la vista por décadas.
   Incapaz de subvertir nada, el escritor/funcionario ejerce de censor porque la censura está en la naturaleza misma del sistema al que sirve. Algunos no toleran que se lo recuerden, pero otros, en su soberbia impune, ni se esconden ni se lo callan: lo pregonan porque quieren que también les aplaudan.
   El papel que cumplen estos personajillos en el engranaje represivo y propagandístico no es desdeñable. Son parte fundamental del dispositivo que actúa en dos direcciones: hacia adentro y hacia el exterior. Los que mandan lo saben de sobra, los usan a su antojo y, si toca recompensa, los premian. Se suceden las generaciones, algunos ocupan un puesto intermedio o pasan a plan pijama o a vivir en ese norte tan denostado donde tienen hijos y nietos, pero pronto surgen nuevos custodios del machete aguerrido y la viril ofensa contra el que disiente. Porque están ahí para corroborar que una política trazada desde aquellas palabras a los intelectuales sigue en pie.
   Despreciable es el régimen que pone a un escritor en el lugar del funcionario y del censor. Pero más despreciable todavía es el escritor con pompa de funcionario que se cree impune y habita muy lejos ya de todo escrúpulo, y tan a gusto se siente cumpliendo esa tan revolucionaria tarea. El hecho de publicar libros no entraña ninguna superioridad ni moral ni ética ante los demás, pero hay escritores que llevan su extraña fascinación por el poder tres pueblos más allá: son ellos mismos la encarnación de un sistema decrépito.

(El trap del escritor funcionario. Diario de Cuba, marzo 2020)

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