Yo
cruzaba la bahía de La Habana, una extensión putrefacta color excremento y
aceitada por los desperdicios de los barcos rusos y me apeaba en el embarcadero
de Regla para ir a mi trabajo de peón en la termoeléctrica de Tallapiedra.
Todos los días. Durante años. Algunos días tenía que ir todo el trayecto con la
nariz tapada porque el hedor de las aguas contaminadas era insoportable. Todo el
que viajaba en la lanchita de Regla como le llamaban a la vieja embarcación que
cruzaba la bahía sabía que una caída en aquellas aguas podía resultar mortal y
nos aferrábamos al armatoste temerosos de aquello que llamaban bahía pero que
más bien era un inmenso albañal. Y ahora me tropiezo (en un libro de Mark
Kurlansky) con una cita del escritor costumbrista Abilio Estévez que habla de
la “bahía hermosa, diabólicamente hermosa” refiriéndose a esa misma bahía
hedionda que yo cruzaba todos los días para ir a trabajar.
Nunca he entendido con qué ojo ven la
realidad cubana algunos novelistas cubanos pero tampoco voy a aventurar lo que
estoy pensando porque va y se ofende Estévez.
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