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Wednesday, September 14, 2016

Francisco Morán vs. el Martí de “ojos imperiales”

En febrero de 1877, Martí sale de México hacia Guatemala y pasa por Livingstone, pueblo del departamento de Izabal, en el oriente de Guatemala y situado en la boca del Río Dulce, en el Golfo de Honduras. Al acercarse el buque en que viaja, escucha la llamada de un caracol que viene de la orilla, y hace de él campana americana que ―llama a los hijos de la costa a las labores de la tierra.‖ El pueblo se vuelve una pequeña muestra de laboratorio de la soñada unidad americana: ―Pero hoy es fiesta. ¿No? Pues, ¿qué hacen en aquella plaza tantos hombres que van y que vienen? No es plaza, es que están embarrando una cabaña. Ese bullicio es simpático; atrae ojos y corazones, porque lo engendra un sentimiento fraternal. En Livingston el pueblo no permite que un hombre solo haga su casa: Todos le ayudan‖ (OC 19, 37).
   Hay tres detalles sobre los que quiero llamar la atención. En primer lugar, vemos el característico movimiento martiano de negación del goce. La fiesta está en el trabajo, no en la fiesta. Lo segundo, es el amoroso autoritarismo que subyace en la solidaridad: aún si un hombre quisiera construir su casa él solo, la unidad del pueblo se lo impediría. La efusiva solidaridad grupal se realiza a expensas de la negación de la voluntad individual. Por último, está la reproducción de la lengua del otro, la anotación filológica registrada en el uso de las itálicas embarrando que marcan la diferencia con respecto al viajero ilustrado. Lo curioso en este caso es que, contrario a lo que sucede con otros ejemplos como nirajú (el niño) o dada (la anciana), embarrar no parece marcar tanto la lengua del otro como otra, sino más bien como inculta. En ambos casos, como advertí antes, hay que tomar nota de la mirada colonial que se esconde en estas notas. La crítica ha pasado por alto con frecuencia que la tan celebrada defensa martiana del «hombre natural» nunca está lejos, ni de la noción de «hombre primitivo», ni, por supuesto, de los prejuicios antropológicos y racistas que han acompañado a este término. Lo veremos mejor si nos volvemos a esa fraternidad americana que se presenta a los ojos de Martí: ―No se ve una cara blanca, pero el negro de la raza pura alegra los ojos. No el negro corrompido, bronceado, mezclado, de Belice, sino este otro luciente, claro, limpio, que no tiene nunca canas, redonda en las mujeres como Venus, en los hombres desnudos como Hércules‖ (OC 19, 37). El pero sugiere cierto malestar. Aquí no hay ni un blanco, parece decir Martí, pero si todos son negros, al menos no son como otros negros (los de Belice, por ejemplo), sino que son negros puros, lucientes, claros, limpios. Si el comentario resulta escandalosamente racista por partida doble – discrimina al negro ―corrompido, bronceado, mezclado,‖ y adopta un tono paternalista y condescendiente, colonialista ante el negro que merece su aprobación – ¿por qué, habría que preguntar, Martí encuentra una virtud en el hecho de no tener canas? ¿No es acaso esa ausencia de canas, es decir, lo único blanco que podría tener el negro, eso que hace de él un negro puro (literalmente hablando): un negro absolutamente negro, luciente, con un brillo de ébano pulido? ¿No será este el «negro natural» una especie de otredad en estado puro, sin una sola cana?2 Pero, ni aún esta cabeza inmaculadamente negra tranquiliza a Martí, viajero, etnógrafo y autoridad moral que continuamente juzga a los demás. Después de exaltar la ―vivacidad,‖ la ―generosidad,‖ la ―fraternidad‖ y la ―limpieza‖ de Livingston, no puede evitar dejar, siquiera de pasada, constancia del desasosiego que le suscita tanta cabeza negra y natural, y aún ese ―pueblo moral:‖ ―las miradas llenas de benevolencia y de franqueza acusan, por su centelleo, que en el momento de la ira han de ser rayos y relámpagos‖ (39). De tan naturales y puras esas cabezas negras fácilmente se despeñarían por la violencia y, valga decir, la barbarie. No cabe duda de que la mirada sobre Livingston sugiere el descubrimiento de un estado de naturaleza pura – ―no es plaza‖, se autocorrige el viajero, y la especie de comunismo primitivo de que toma nota, así como la descripción del otro noble y bondadoso: el negro en lugar del indígena – y no falla en evocar los textos del descubrimiento, particularmente con la carta en que Colón anuncia el descubrimiento.
   Por otra parte, la mirada engarza con, y no meramente complementa, la que se entrega a la erotización del cuerpo negro. Podríamos decir que la escritura martiana se hace eco de la relación lector-texto que, según Pratt, ―se codifica en los mismos términos masculinistas y erotizados que codificaron la relación del viajero europeo con los países exóticos que visitaba‖ (Ojos 172). Martí, que comienza a elogiar el habla del ―caribe primitivo‖ y el ―dialecto puro‖ del lugar, exclama entusiasmado: ―¡qué manera de hablar!‖ Haciendo uso de la tercera persona, con la que enmascara la suya propia, Martí comenta que ―el viajero‖ admiró una vez ―la rápida palabra de los vascos,‖ pero que ―ahora ve que ésta [la de Livingston] le es muy superior.‖4 Rápidamente las observaciones sobre el lenguaje se erotizan, y con el lenguaje todo el pueblo: ―Son locuaces con la lengua, con los ojos, con las caderas, con las manos. Tienen para cada letra una, no mirada, sino transición de ojos diferente. Si dijeran amor, estas mujeres quemarían. ¡Oh! Y como se viste esa negra; es el vestido del país.‖ Y mirando a un niño: ―Pero aquel pequeñuelo es mucho más curioso: tiene formas narcíseas [sic], apolíneas. Es ligero y hermoso, nervudo y correcto: el pequeñuelo es un Cupido negro‖ (38). La mirada erotizante, la racialización enfática – no basta con decir ―estas mujeres,‖ ni ―aquel pequeñuelo‖ – y el no menos enfático marcador de las diferencias se combinan para exotizar al otro. La misma disponibilidad de ese otro para la realización de la fantasía erótica del viajero traiciona la impronta colonial, etnográfica, masculina y blanca de la enunciación martiana. El otro deviene un objeto de estudio, una curiosidad, sujeta a las clasificaciones y comparaciones, objeto del deseo y fuente de inquietud o de miedo.

(El tigre de afuera y el tigre de adentro: los ojos imperiales de José Martí en el viaje a Guatemala. Potemkin ediciones, septiembre 2014)

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