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Wednesday, September 7, 2016

Camilo Venegas responde a dos escritores de provincia: Antonio Rodríguez Salvador y Ricardo Riverón

Mi reacción ante la golpiza que le propinaron en La Habana a Ángel Santiesteban, ha provocado agrios emails de dos o tres escritores del interior de Cuba (allá en la Isla, la palabra “interior” define todo lo que demarca lo provinciano, lo municipal). Nunca me ha gustado participar en esas porfías, no me interesa el “lleva y trae”, pero no puedo abstenerme de hacer esta aclaración.
   En El Fogonero suelo decir lo que se me ocurre. Para eso son los blogs, para que cada quien, sin importar sus ideas, oficio o preferencias, le diga lo que quiera decir a los que quieran leerlo. De eso se trata la revolución que ha provocado la Internet, de darle participación al que accede con libertad a ella. Ahora todos somos emisores y estamos en igualdad de condiciones con el resto de los que producen cosas para la red de redes.
   De todos esos emails que he recibido en las últimas horas no tengo nada que decir. Y si lo hiciera sería redundante, porque diría más o menos lo mismo que han dicho ya Manuel Sosa y Félix Luis Viera. Pero hay una frase de Antonio Rodríguez Salvador que no puedo pasar por alto, que quisiera comentar a toda costa. Sobre todo porque haciéndolo, me ayudo a definirme a mí mismo.
   “En este mundillo hay reglas: ¿Dónde publicas?, ¿Dónde estudian tú obra? ¿Qué dice la crítica de tu obra?, ¿Quién hace esta crítica?...”, afirma Rodríguez Salvador entre signos de interrogación. Confieso que encontrarme con alguien que, a principios del siglo XXI se plantee con tanta convicción una discusión que ya a finales del XX no tenía el más mínimo sentido, me causa pavor.
   He ahí las consecuencias de que los individuos permanezcan aislados y enajenados de lo que está ocurriendo en el mundo. Mientras todos en el planeta están enfrascados en la tarea de acertar cómo acabaremos comunicándonos a través de la Web 2.0, mientras los periódicos desaparecen y las redes sociales se convierten en un espacio donde todos se reúnen sin necesidad de las geografías; estos muchachos insisten en no abandonar el cascarón fosilizado de su huevo.
   No puedo responder las preguntas que Antonio hace porque no aplican en mi caso, pero quiero aprovechar la ocasión (así decía Cepero Brito cuando quería abundar en Escriba y Lea) para aclararme algunas cosas a mí mismo. Aunque nací en el Paradero de Camarones, no me considero un escritor cubano, es más, creo que ya no me considero un escritor.
   Digo cosas, las que se me ocurren, y algunas aún tienen las formas de la literatura porque soy un individuo del siglo pasado y arrastro esos rezagos. Lo único que no quisiera dejar de ser nunca es un comunicador. Sobre todo ahora, que es más importante comunicar que escribir. Por eso no me preocupa estar al lado del camino, ya no importa el lugar donde tan bien se esté, ni lo cerca o lo lejos que quedes, lo único en verdad importante es estar conectado.
   Hoy El Fogonero es un blog, pero mañana puede ser cualquier otra cosa. Lo único que no mutará en él es mi obsesión por cuestionar, acertar o errar a través de la creatividad. En cuanto a la literatura, creo que las pocas cosas que escribo serían más o menos igual si yo fuera argentino, polaco o australiano. No me interesa que se vea mi “obra” dentro de una generación, un contexto o una geografía. Creo esa “metodología” es cada vez más incomprensible y absurda.

(Al lado del camino. Blog El Fogonero, junio 2009)

Quisiera mandar esta carta para Santa Clara, allá, en el centro Cuba. Acabo de recibir un email de Ricardo Riverón cuya respuesta hago pública. De Riverón conservo recuerdos de los que realmente no soy capaz de deshacerme. Hace unos días escribí algo sobre Sigifredo Álvarez Conesa y recordé un viaje a Caibarién. Ricardo es uno de los testigos de aquella expedición, junto a Luis Lorente, Emilio Comas Paret, Waldo Leyva y Yamil Díaz, entre otros. No olvido ninguno de aquellos rones, conservo todos los abrazos.
   Lo primero, viejo Riverón, es que no le exigí a nadie que firmara la carta que condenaba el deleznable acto de represión cometido contra Ángel Santiesteban, sólo le reclamé, a los pocos que protestaron con tanto ahínco cuando reaparecieron en Cuba dos célebres censores, que hicieran lo mismo ahora, cuando estábamos frente al mal de raíz, que es la falta de libertades en Cuba.
   Me alegra que El Fogonero se lea por allá, eso quiere decir que, a pesar de todas las restricciones, prohibiciones y desmanes que impone el régimen, siempre hay algún valiente dispuesto a pasarle por encima al horror. Es una pena que cada uno de ustedes no tenga la posibilidad de mantener un blog, porque eso haría que Cuba, al menos en el ciberespacio, fueras mucho más plural.
   En cuanto a las cifras que reúnes sobre los accesos de determinadas páginas de Internet, tengo poco que decir. Siempre he sido muy torpe en eso de los números. Todo lo que sé de matemáticas lo invierto en el béisbol. Prefiero recordar los jonrones de Cheíto Rodríguez, las bases robadas por Víctor Mesa y los juegos ganados por José Ramón Riscart. No veo la manera de contabilizar las ideas, de redondear las opiniones.
   Sobre mi evocación al Paradero de Camarones, te confieso que no hay otra pretensión que no sea la de poder regresar por encima de las prohibiciones que me impone la dictadura de mi país. Ese pueblo de mierda es mi lugar en el mundo, el sitio donde podría vivir el resto de mi vida sin que casi nada más me haga falta. Su estación de ferrocarril son las coordenadas exactas de lo que soy como individuo.
   El problema de Cuba no somos ni tú ni yo, Riverón, ni siquiera las ideas que podamos tener de lo que debe ser o no nuestra patria. El problema de Cuba es el régimen decadente que la tiene sumida en el oprobio y la afrenta. Te prometo que cuando nos volvamos a ver beberemos ron hasta la inconciencia. Tú pones las décimas inigualables del Club de Poste y yo todos los abrazos que nos debemos desde el siglo pasado.
   ¿De dónde has sacado tú, Riverón, que te odio yo? Me duele que a veces tú te olvides de quién soy yo; caramba, si yo soy tú, lo mismo que tú eres yo.

(Una carta para Santa Clara. Blog El Fogonero, junio 2009)

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