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Monday, May 2, 2016

Reinaldo Arenas vs. Severo Sarduy (2)

“Ay, mi querida Leonor, pero he aquí que en 1959, mientras yo, junto al Leman, bailaba una cavatina ante más de cien turcos erotizados y con el sha de Irán al piano, estalla en mi país de origen una revolución comunista y, como un fogonazo, cae en París uno de los maricones más temibles de la Tierra. Sabrás, mi querida Leonor, que el nombre de ese maricón de raza negra y cuna pordiosera es Zebro Sardoya, aunque todos lo conocen por la Chelo. Hija, ese ser satánico, que tanto daño me ha hecho, nació en las planicies camagüeyanas en medio de verdes cañaverales. Desde muy joven su pasión fueron los negros cortadores de caña, pero como él no tenía ni siquiera un real de plata, que era el precio de cada negro, tanto haitiano como cubano o jamaiquino, el susodicho Zebro (ahora la Chelo) se dedicó a masturbarse con las cañas de azúcar. Ay, adorada hija, pena me da contártelo, mais je dois toujours dire la verité: tan fuerte era el fuego anal de esta criatura que las cañas de azúcar al entrar en su trasero se derretían convirtiéndose en dulce guarapo. Así asoló varias colonias cañeras. A veces una carreta completa era exprimida por la Chelo en menos de lo que el boyero le lanzaba un zurriagazo. A tal punto cundió la fama de este depravado que pronto el entonces rey del azúcar en la isla de Cuba, el señor Lobo, lo contrató para que hiciera de central en una de sus colonias más extensas. ¡Jesús, hija mía! De la Vieja Duquesa de Valero conservo una carta (una de tantas) en la que, con ese lujo de detalles que es típico en ella, me describe una molienda en un central del señor Lobo. La Chelo, ya te dije en el ínterin que se trataba de Zebro Sardoya, se colocaba a cuatro patas sobre una plataforma bajo la cual descargaban las carretas y los camiones estibados de cañas que obreros agilísimos le iban introduciendo en el ano. El rendimiento era enorme, en sólo una jornada la Chelo molía cincuenta caballerías cuadradas de caña. La fortuna del señor Lobo se hizo aún más gigantesca, compró más tierras y multiplicó los centrales, en los cuales el trapiche portátil era siempre la Chelo. El señor Lobo fue uno de los personajes más importantes durante la vida republicana y la Zebro se constituyó en su brazo (o mejo dicho, su ano) derecho. Pero cuando triunfó la revolución, lo primero que hicieron fue intervenirle en las propiedades mal habidas al señor Lobo, denunciado por la Jibaroinglesa en su periódico Agitación. También quisieron meter presa a la Chelo por corrupción agrícola, pero éste voló (pájaro siempre fue) y aquí cayó, ay, para desgracia de toda mi existencia, idolatrado ángel mío.
(...)
   Pues bien, volviendo a los desvaríos de esa vieja loca y ninfomaniaca, sigamos correctamente el hilo de su historia: sí, en 1959 llega a París Zebro Sardoya, un maricón terrible, enfatuado, voluntarioso e intrigante, con ansias detriunfar en la Capital Luz. Claro que, siendo que no tenía talento y que su única arma era el trasero moledor, se colocó como criada y se puso también a trabajar la calle. Mientras se la mamaba a los árabes, les robaba la cartera y luego les pagaba con cinco francos la mamada, sacando por lo general cincuenta francos limpios; mientras barría con la lengua el palacio de los Camacho y el castillo de la princesa Hason, robaba las cortinas, y al estilo Scarlet O’Hara se hacía regios modelitos y se iba a Pigalle, siempre de negrita rumbera, a fletear a los diplomáticos japoneses y a los embajadores bosquimanos. Un domingo en que era fornicado bajo el Pont-Neuf a cambio de un pescado podrido, acertó a pasar por allí un viejo decrépito de orugen malayo. Aunque parezca increíble el viejo (quizá porque ya estaba casi ciego) quedó prendado de la ex moledora de caña y la invitó a un trago en el café de Flora, el centro intelectual de París. El mico camagüeyano vio el cielo y todo lo demás abierto. El temible malayo, conocido en todo París como la Momia (entonces tendría unos noventa años), había hecho una fortuna durante la época de Hitler delatando a miles de judíos y recibiendo la piel de cada víctima, con la cual fabricaba lámparas de mesa que vendía al por mayor al señor Kurt van Heim. Aniquilado Hitler y terminada la Segunda Guerra Mundial, la Momia optó por la ciudadanía francesa y desde luego por un nombre absolutamente francés. En cuanto a Zebro, esa misma noche, en el café de Flora, fue bautizado por el malayo genocida, íntimo de Sartre, con el nombre de la Chelo.
   La Chelo, exhibicionista sin límites, sentía una enorme pasión por el bel canto y, como mal literato, por la literatura. La Momia era dueña de una importante casa editora en París, por lo que la Chelo, con halagos, remilgos, humillaciones, gratificaciones y cócteles que costaban una fortuna, opacó a la condesa de Merlín en el campo de las letras; a través de un sofisticado complot internacional se había hecho famosa y había obtenido varios premios. En cuanto al bel canto, tuvo como profesores a Mario del Mónaco, a Marcelo Quillévéré, a la Tebaldi, a María Callas y a Pavarotti, y aunque su voz seguía siendo la de un grillo y su cuerpo el de un hipopótamo al que le hubiese caído un rayo en la cabeza, provista de un complicado aparato mecánico que amplificaba sus registros cantó en el Teatro de la Ópera de París, en la Scala de Milán, en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Hasta en la Chiesa di Dante resonaron sus gorgorringos. Como si eso fuera poco, la camagüeyana se puso un bollo plástico y costosísimo y con él sedujo a las damas más refinadas de la cultura y de la política francesa. Ese bollo tenía la particularidad de ser portátil y de fácil desconexión, por lo que, cuando había que seducir a un hombre que ocupaba un cargo prominente, la loca se desprendía del bollo y con mil sacrificios hacía uso de su miembro natural, que por ser negro no era pequeño. En otras ocasiones, desde luego (con el embajador de Yugoslavia, con el jefe de prensa del Vaticano, con el rey de África Ecuatorial), la loca hacía uso de su culo, que, como ya hemos dicho, tenía unas facultades incalculables. La China, la India y el mundo árabe fueron seducidos por su lengua. También a través de los judíos franceses controló la radio; mediante los musulmanes, la televisión, y como era íntima de Kadafy, a través del terror, se adueñó de la prensa. Pues ella, lo mismo que ante una mujer se volvía mujer para seducirla y ante un hombre se volvía un hombre para templárselo, también, de acuerdo con las circunstancias, era musulmana, judía, cristiana, tibetana, pagana, espiritista, animista, brahmanista, budista, yoruba, chiíta o atea... Ay, niña, la loca era de ampanga. Cantante, locutora, escritora, benedictina, intrigante, lujuriosa y agente de cualquier potencia que le supiera exaltar su ego hiperatrofiado. Todobollipoderosísima, en fin, llegó a dominar, siendo una pobre analfabeta, los cenáculos rosados de Francia y por ende el globo terráqueo”.

(El color del verano. Tusquets, 1999)

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