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Monday, May 16, 2016

Néstor Díaz de Villegas vs. Leonardo Padura

Digamos de entrada que Padura es un rezago del pasado, un zombi de la época de los Formula V cuyos guiones requieren locaciones remotas cubiertas de telarañas (reales e ideológicas). Cuando sus personajes hablan –en lo que, para Padura, pasa por libre expresión– es como si hubieran viajado sin escala, durante cinco décadas, en un buque fantasma. La situación es macabra (Regreso a Ítaca viene a ser secuela de The Others), sobre todo si se considera la insistencia del novelista en llevar la nave del olvido a puerto seguro.
   Como un Chandler habanero, Padura recreó en Mario Conde la entelequia del policía sucio con el corazón de oro. Cuando el mono engordó y se explayó en otras muchas novelas, se hizo necesaria la construcción de un parque temático. En Regreso a Ítaca, Padura crea por fin una Habana poblada de tontos sentimentales, un reino mágico donde la furia de los tracatanes no los afectará mientras se mantengan hablando de melenas, de libros prohibidos, e incluso, de las nostálgicas Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Será cuando dejen de hablar, cuando por fin se callen, que las cercas eléctricas soltarán chisporrotazos y que se dispararán todas las alarmas. Habrá llegado la contrarrevolución, o la democracia, da lo mismo.
   Las UMAP y las escuelas al campo (“¡No eran tan malas ná!”, exclama el personaje de Aldo, el negro bueno), las recogidas y el destierro, son, hoy por hoy, parte integral del canon: Tapies, Serrat, Eva María y Stalin dan un salto dialéctico, se integran al proceso y se acogen al método de conversión y reciclado que ofrece la narrativa histórica de Leonardo Padura.
   Curiosamente, el método Padura tiene mucho en común con un extraño fenómeno de la radiodifusión cubana en la década de los cincuenta. Cuando Laureano Suárez, director de la antigua Radio Cadena Suaritos, cuqueba a sus oyentes con el famoso: “Señora, póngase en cuatro. . .”, estaba hablando en puro Padura; pero el novelista sabe que “. . .en cuatro horas de La Habana a Nueva York” lo salva de la suerte que corren los disidentes. Los censores, ya sean batistianos o castristas, adoran los juegos de palabras, y los personajes de Regreso a Ítaca son maestros del retruécano, parlanchines extraordinarios, viejos camajanes cujeados por medio siglo de teque.
   El que regresa es Amadeo (Néstor Jiménez), un escritor frustrado que no ha escrito una línea desde que emigró a España. Tuvo que luchar a brazo partido por la sobrevivencia y sus reservas morales se agotaron. Una obra de teatro y tres novelas inconclusas aguardan en una gaveta por el retorno de aquella savia que, a pesar de todo (éxodo, cárcel, ostracismo), la dictadura ofrecía exuberantemente.
   No es difícil adivinar aquí la coña del novelista exitoso (nada menos que el autor de El hombre que amaba a los perros) regodeándose en la mala estrella de los artistas del destierro. Pero, ¿no es cierto que la gran literatura cubana, desde Villaverde y Martí hasta Virgilio, Cabrera Infante, Arenas y Severo, se creó en el exilio, y en las circunstancias más adversas? Amadeo es, sencillamente, un escritor mediocre; y hay más de un escritor malo que se quedó en La Habana a sabiendas de que su obra descansaba en una confusión sociopolítica. También el ascenso meteórico de Leonardo Padura se debe a un malentendido.
   Amadeo regresó para quedarse; la aguafiestas de Tania (Isabel Santos), le echa en cara el cáncer de una esposa abandonada; Rafa (Fernando Hechevarría), el típico pepillín avejentado, sigue dándole vueltas a The Mamas and the Papas; Eddy es solamente Jorge Perugorría en el papel de Pichy, citándose a sí mismo, tanto, que en algún momento vuelve a entonar el “Tomen una foto de esta mierda antes que se la trague el blah, blah”, de Fresa y Chocolate (1993). Todos tienen algo que avisarle, aconsejarle o rebatirle al pobre escritorzuelo que espera recuperar la musa. . . ¡en La Habana! Alguien mata un lechón en una casa vecina; otros se lanzan insultos en un solar lejano; amenazantes tumbadoras permean el aire de la urbe y hacen que el escritor se queje: “¡Ay, qué bulla!” Sus compatriotas le avisan: Welcome to the jungle!
   Pero los personajes de Regreso a Ítaca se van de lengua y rozan, sin querer, los problemas de la candente actualidad. Cuando Amadeo confiesa que no había venido antes porque “tenía miedo de entrar y que no me dejaran salir”, Rafa le suelta una carcajada en la cara: “¡Pero, qué mierda estás hablando! ¿Tú conoces a alguien que entró y que no lo dejaron salir?” (“¡Tania Brugueraaaa!”, pudo haber gritado alguien desde la última luneta del Yara).
   El guión del binomio Cantet-Padura nos presenta la perfecta Mesa Redonda: se habla de pelota; del equipo de los Industriales; se come arroz y frijoles; se fuman Populares; se recuerda el Período Especial, Angola y el caso Ochoa. Hay un adentro y un afuera militarmente delimitados. Fidel tomó las azoteas y no se discute ya nada que Fidel no haya tratado en sus Reflexiones: la azotea misma deviene un zócalo reaccionario, asiento del brete y plazoleta ubicua para una variedad de jingoísmo mucho más perniciosa, por interiorizada: “Tenía miedo de parecerme a otros. Gente que no era nadie aquí, que de pronto se fueron (sic) y cuando llegaron al extranjero se empezaron a inventar historias que ni siquiera les tocaban de cerca. Que este era el país de la humillación, de la miseria, que aquí eran perseguidos. . .”
   Este discurso, y el cobarde que lo escribe, no se habían dado nunca, ni en el Chile de Pinochet, ni en la Argentina de Videla, ni en la Bolivia de Banzer. La transición política, en esos países, no estuvo comprometida por la melancolía de sus intelectuales. Allí las cosas estaban claras: la dictadura debía conducir inexorablemente a la democracia. Si la humillación, la miseria y la persecución hubieran sido puestas en duda por un momento, cincuenta años después los chilenos, los argentinos y los bolivianos todavía estuvieran hablando mierda, mirándose el ombligo y añorando a los Beatles.

(‘regreso a ítaca: inventando historia. Blog N.D.D.V, mayo 2015)

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