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Wednesday, November 4, 2015

Pablo de Cuba Soria vs. “La vanguardia peregrina”, de Rafael Rojas

Sin embargo, en esa red de analogías ideológico-estéticas y de afinidades elec­ti­vas que con casi total acierto Rojas traza entre los escritores y las ciu­dades –con sus respec­ti­vas cor­ri­entes y per­son­al­i­dades artís­ti­cas par­a­dig­máti­cas– que los “aco­gieron” en su des­tino de exil­i­a­dos, encuen­tro un desliz crítico-factual: afir­mar (o cuanto menos entr­ever) que España fue deci­siva en la con­sol­i­dación del ideario van­guardista de Lorenzo Gar­cía Vega resulta errado. Por demás, se trata de una pifia que Rojas enmienda de cierto modo, cor­rec­ción que acentúa/enfatiza el des­cuido, en el capí­tulo “For­mas de lo sinie­stro cubano”, ded­i­cado al autor de Los años de Orí­genes, y donde exam­ina con juicio mejor fun­da­men­tado el espa­cio geográfico-cultural que fue más deter­mi­nante en la gran obra tardía de Vega: la con­tra­cul­tura neoy­ork­ina de los 70. De hecho, Lorenzo Gar­cía Vega salió de Cuba rumbo a Madrid en noviem­bre de 1968, para luego, casi de inmedi­ato, empren­der su “defin­i­tivo” exilio norteam­er­i­cano, a ini­cios de 1970; es decir, Gar­cía Vega ape­nas fue partícipe de la vida cul­tural española de la época. Incluso, el ambi­ente político de entonces en Madrid le fue en buena medida hos­til y adverso, lle­gando incluso a exper­i­men­ta­rlo como una exten­sión del izquierdismo cas­trista. Una entrada –entre tan­tas que podría citar– de sus diar­ios Ros­tros del reverso (1977), pertenecientes a finales de 1968, así lo demues­tra: “Conozco a Buero Vallejo y éste me dice: –Un con­sejo le doy, es que pro­ceda usted con mucha cautela, al emi­tir juicios sobre la situación de sus país. No se ve bien, aquí en España, entre el mundillo int­elec­tual, cualquier opinión con­tra el sis­tema político imper­ante en Cuba.”
   Además, si hay entre los escritores estu­di­a­dos por Rojas uno de fil­iación neta­mente vanguardista-experimental, inclu­sive con una fuerte pres­en­cia en sus primeros libros de las van­guardias clási­cas france­sas y lati­noamer­i­canas de las primeras décadas del XX, sobre todo el sur­re­al­ismo y el cubismo, los cuales operan en las estruc­turas y for­mas mis­mas de sus poe­mas y escrit­ura en gen­eral, ese es Lorenzo Gar­cía Vega. La vol­un­tad van­guardista en el autor de El ofi­cio de perder, podríamos usar aquí una hipér­bole, le viene de la cuna, desde el ini­cio de sus andan­zas escrit­u­rales, de sus ini­ciales años “leza­mi­anos” en los que soñó unos pas­mosos arle­quines.
   En otro nivel, la defini­ción de van­guardia a la que Rojas se sub­scribe, y desde la que parte para cat­a­logar y pen­sar a escritores que respon­derían a dicho axioma, adolece jus­ta­mente de indefini­ción. Y he ahí mi segundo reparo, éste de mucho mayor peso que el primero: si para Rojas el carác­ter van­guardista está dado por la paradoja de que son escritores que tuvieron que emi­grar de un con­texto “revolucionario-vanguardista”, para poder inser­tarse en las ten­den­cias de van­guardia artís­tica de aquel momento, es decir, que Tejera, Casey, Kozer, Sar­duy, Gar­cía Vega y Cam­pos encon­traron su razón de ser van­guardis­tas en el exilio, y a con­trapelo de la van­guardia política que para muchos sig­nificó la “Rev­olu­ción” cubana, entonces, ¿por qué Antón Arru­fat figura entre los elegi­dos? El argu­mento de “exil­i­ado inte­rior” me parece insu­fi­ciente, en la medida que el autor de Los siete con­tra Tebas pade­ció cen­sura y ostracismo debido a una política cul­tural de Estado durante el lla­mado quin­que­nio gris (o dece­nio negro, para ser más exac­tos), y no por elec­ción propia –de facto, luego de su reha­bil­itación, Arru­fat ha par­tic­i­pado en la cul­tura ofi­cial cubana–, que sería lo que jus­ti­fi­caría la idea de Rojas. Por con­sigu­iente, si seguimos la lóg­ica falaz de “exil­i­ado inte­rior”, cabrían en esa cat­e­goría escritores como Rafael Alcides, César López, Rey­naldo González o Lina de Feria, por sólo citar algunos.
   Incluso, exten­di­endo un poco la idea ante­rior, el argu­mento de que “el vín­culo que la poética de Arru­fat ha desar­rol­lado con Vir­gilio Piñera es muy pare­cido al que Sar­duy desar­rolló con Lezama” da lugar a un equívoco. Sar­duy leyó, se apropió de Lezama para eri­gir al autor de Par­adiso en una de las colum­nas teóri­cas y con­cep­tuales de su poética. Es más, la lec­tura sar­duyana de la obra leza­mi­ana está pre­sente (es vis­i­ble) en las for­mas y estruc­turas mis­mas que sostienen la escrit­ura del autor de Cobra. La de Sar­duy fue una asim­i­lación y “mala lec­tura” tex­tuales. Sar­duy estruc­tural­izó (Tel Quel de por medio) y neo­bar­ro­quizó (Kepler de por medio) a Lezama. En el caso de Arru­fat, más allá de la amis­tad y de la relación discípulo-maestro a un nivel afec­tivo, no hay ape­nas mar­cas for­males –sí temáti­cas, aunque tam­poco demasi­adas– de la impronta vir­giliana en la obra de Arru­fat. El afán teórico-experimental de Sar­duy, típico de un espíritu van­guardista, está posi­ciona­dos en las antípo­das de las expre­siones de Arru­fat, Casey e incluso de Juli­eta Cam­pos.
   Al mismo tiempo, “ser van­guardista” entraña inex­orable­mente una acti­tud de rup­tura de las for­mas lit­er­arias, un quiebre de las estruc­turas heredadas, una puesta en cri­sis del nivel com­pos­i­tivo (tanto o más que del nivel ideotemático) de la escrit­ura. Ideal trans­for­mador, hasta para aque­l­los van­guardis­tas –Tzara, Marinetti, Ball, Bre­ton– que pre­tendieron superar la dico­tomía arte-vida, que ini­ciaba en y con la Letra. Hasta los man­i­fiestos de las van­guardias fueron, en primerísimo lugar, procla­mas cuyas pre­ten­siones artís­ti­cas e ide­ológ­i­cas prin­cip­i­a­ban en la escrit­ura; es decir, al exte­rior del texto (lláme­sele his­to­ria, cap­i­tal­ismo, bur­guesía o vida) se le declaró la guerra desde el texto. Ya lo escri­bieron Bre­ton y Elu­ard en La inmac­u­lada con­cep­ción (1930): “Todo está anun­ci­ado, todo está pre­visto, todo está inscrito por la Letra.”
   El estu­dioso francés Antoine Com­pagnon señaló en Las cinco parado­jas de la mod­ernidad que “si el arte de van­guardia lo fue por sus temas antes de 1848, el pos­te­rior a 1870 [y que alcanza los años ochenta del siglo XX] lo será por sus for­mas”. Y la obra de Arru­fat es en su total­i­dad ajena a cualquier quiebre o rup­tura, ya que des­cansa en una int­elec­ción tradi­cional de lo lit­er­ario. Pero no sólo la de Arru­fat, tam­bién la de Casey es una prop­uesta lit­er­aria de corte tradi­cional, despro­vista de cualquier ápice van­guardista, desde el punto de vista que se la piense. La prueba de que Mark Twain, como bien afirma Rojas, sea una pres­en­cia “entrañable” en las fic­ciones de Casey, no le otorga en lo abso­luto carác­ter van­guardista a su obra; así como tam­poco el tratamiento del eros y el tánatos, muy dis­tante, por ejem­plo, del de un pen­sador de la con­tra­cul­tura como Nor­man O. Brown, quien sí resultó impor­tante en el imag­i­nario vanguardista-psicoanalítico de Lorenzo Gar­cía Vega.
   En La van­guardia pere­g­rina echo en falta un mayor deten­imiento en el análi­sis de lo mecánico-estructural –o llamé­moslo sim­ple­mente análi­sis crítico-literario– de las escrit­uras escogi­das, inda­gación que sope­saría mejor el carác­ter van­guardista de los escritores anal­iza­dos. Y aunque por lo claro no es obje­tivo de Rojas analizar estilís­tica y for­mal­mente los tex­tos de estos escritores, el hecho de aso­ciar van­guardia con exper­i­mentación exige pre­cisar sobre qué fun­da­men­tos estilístico-compositivos des­cansa dicho exper­i­men­tal­ismo; es decir, mostrar cómo se pro­duce y actúa esa energía van­guardista en la estruc­tura interna de las obras. El ham­bre de “lo nuevo”, idea acuñada por Adorno para definir el espíritu de las van­guardias –enten­di­das éstas como el estado ter­mi­nal del mod­ernism que ini­ció con Poe y Baude­laire–, siem­pre comenzó, repito, expresán­dose en el texto.

(La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio de Rafael Rojas. Crítica, agosto 2014)

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