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Wednesday, November 19, 2014

Manuel Díaz Martínez sobre el premio UNEAC 1968

Una mañana, avanzadas las labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba yo ocupaba en la UNEAC. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo, de las Fuerzas Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las órdenes de Raúl Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se le daba el premio al libro de Padilla, considerado contrarrevolucionario por “ellos”, iba a haber graves problemas. Entre Branly y yo existía una amistad entrañable, bien conocida por Pavón, y no me cupo duda de que éste había utilizado a mi amigo para trasmitirme, sin que lo pareciera, un mensaje que era toda una amenaza.
   No me di por enterado. En la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros que concursaban sostuve que Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario –más bien revolucionario por crítico– y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria. Los otros miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo de Cohen, como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie tuvo que convencer a nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue tal desde el primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se produjo debate.
   Sí hubo cabildeo, en cambio, por parte de la UNEAC para que no le diéramos el premio a Padilla. Guillén visitó a Lezama e intentó persuadirlo. David Chericián, por cuyo libro apostaba la UNEAC como alternativa al de Padilla, fue enviado por Guillén a casa de José Zacarías Tallet para que persuadiese al viejo poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se premiara Fuera del juego. La noche del mismo día en que Chericián lo visitó –esa noche se velaba en la funeraria de la calle Zapata el cadáver del joven escritor Javier de Varona, castigado por disidente y cuyo suicidio, según la versión policíaca, se debió a frustraciones sexuales–, Tallet me dijo que fue tanta la indignación que le produjo la visita de Chericián, que después de echar a éste de su casa telefoneó a Guillén y lo increpó por pretender coaccionarlo. El poeta y cuentista Félix Pita Rodríguez, que era el presidente de la Sección de Literatura de la UNEAC, me aconsejó que desistiera de votar a Padilla. Ignoro si a Cohen y a Calvo también los presionaron. Supongo que no, por ser extranjeros.
   En vista de que me resistía a servir de cuña contra Padilla (que no era servir de cuña contra un amigo, sino contra mis convicciones), el partido decidió sacarme del jurado y poner en mi lugar a alguien que cumpliera esa misión y quizás lograra, a última hora, inclinar la balanza en contra de Fuera del juego.
(…)
   Uno o dos días antes de la fecha fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y firmaría el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió –su voz y su semblante denotaban una crispada contrariedad– que no asistiera a la reunión. “No vaya, enférmese”, me dijo. Le pregunté por qué y me respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba en nombre de la vieja amistad que nos unía. Ante mi insistencia en preguntar, añadió, impaciente: “Díaz Martínez, si usted se empeña en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo”.
   En vista de que Guillén no quería o no podía ser explícito, decidí acercarme a la sede del comité central del partido para que me despejaran el enigma. Allí me recibió una funcionaria que trabajaba con Armando Hart en la Secretaría de Organización del PCC. Esta mujer de raza árida, en un aséptico saloncito refrigerado del Palacio de la Revolución en el que nos acompañaba un taquígrafo, me espetó nada más verme que sobre mí pesaba una sanción “ideológico-educativa” que me impedía ejercer de jurado. Le recordé que la sanción no decía nada de certámenes literarios ni hacía ninguna referencia a la cultura, y que en esos momentos ni siquiera era firme puesto que yo la había apelado y aún no se conocía el dictamen del buró político. Fue inútil: ella, cual esfinge electrónica, me repitió el cassette que le habían encajado y selló nuestro desencuentro fijando esta conclusión: “La sanción le prohíbe a usted ejercer cargos ejecutivos, y votar en un jurado es un acto ejecutivo”. Pensé que tomar un café con leche también es un acto ejecutivo, pero en fin... Abrumado por tan ardua cuanto alevosa aporía, mas no vencido, solicité contrito que constara en acta mi desacuerdo, y al instante, incontinente, calé el chapeo, requerí la espalda, miré al soslayo, fuime y no hubo nada. Nada más allí.
   Aquella misma tarde le conté a Guillén mi aciaga visita al comité central. El poeta se enojó conmigo: temía que esa visita complicara las cosas y la interpretó como una prueba de que yo no confiaba en él.
   Ya yo no formaba parte del jurado de poesía de la UNEAC. Para sustituirme, el partido designó al socorrido profesor José Antonio Portuondo, que era el eterno facultativo de guardia. Me lo imaginaba sentado junto al teléfono las veinticuatro horas del día, pendiente de que lo llamaran para inaugurar un congreso, clausurar un simposio, despedir un duelo, presentar un libro, entonar un panegírico o hacer en la UNEAC alguna chapuza de ésas que Guillén, con más pudor y temeroso de la historia, esquivaba cuando podía. Pepe Portuondo, pues, asistió en mi lugar al coctel que Guillén, a la caída de la tarde de un fresco sábado de octubre, ofreció en su espacioso apartamento habanero a los jurados de los Premios UNEAC de ese año. Alrededor de las diez de la noche de aquel día sonó en mi teléfono la voz de Lezama con su inconfundible entonación asmática: “Joven, campanas de gloria suenan: usted ha sido repuesto en el jurado”. Lezama había asistido al coctel de Guillén y oyó cuando Carlos Rafael Rodríguez, vicepresidente del Consejo de Estado, se lo comunicaba a éste luego de recibir una llamada telefónica. Minutos después de Lezama, Guillén me telefoneaba para darme la noticia con carácter oficial. Mi respuesta fue pedirle que me recibiera al día siguiente, domingo, en su casa.
   El domingo en la mañana le estaba diciendo yo a Guillén en su piso del edificio Someillán que no permitía que se me tratara como a un recluta: entre, salga, suba, baje... “No, Nicolás –recuerdo que le dije–, le ruego que trasmita a Armando Hart mi decisión de no regresar al jurado mientras no sea respondida mi apelación contra la condena que el partido me ha impuesto”. Y le dije más: “Me apena que a usted, que es un gran poeta universalmente reconocido, unos burócratas que olvidaremos pronto le estén dando encargos de correveidile”. Guillén dio un respingo: “¡Yo no soy un correveidile!” “Por eso mismo además de apenarme me indigna”, le respondí.
(…)
   Después de la firma del acta y del Voto Razonado que añadimos –redactado por Lezama y por mí–, la ejecutiva de la UNEAC convocó a los integrantes de los jurados a una asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el Premio de Poesía con Fuera del juego y en el de Teatro con la obra de Antón Arrufat Los siete contra Tebas, que también fue tachada de contrarrevolucionaria. La asamblea no fue presidida por Nicolás Guillén –siguiendo el consejo que me había dado a mí, el poeta se enfermó–, sino por el suplente de oficio José Antonio Portuondo. A Félix Pita Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le tocó el papel de fiscal como Fouquet-Tinville. En una alferecía jacobina, Pita “aclaró” lo que, según el libreto que le dieron, estaba ocurriendo: “el problema, compañeras y compañeros, es que existe ‘una conspiración de intelectuales contra la revolución’”.

(El caso Padilla: crimen y castigo. Encuentro de la cultura cubana, Nos. 4/5, 1997)

1 comment:

  1. muy interesante
    fue un momento determinante de la literatura cubana bajo la Revolución
    gracias, Manolo

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