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Thursday, August 8, 2013

Javier Ortiz vs. Zoé Valdés

Debió de ser, en concreto, allá por el año 1985, año arriba año abajo, cuando me enteré de la existencia de esta mujer. Formaba yo por entonces parte, junto con Claudio Rodríguez, Ana María Moix, José Batlló y Jesús Munárriz, del jurado de un premio de poesía. (Me apresuraré a aclarar que mi presencia junto a tan notables personalidades del mundo literario se debía, pura y exclusivamente, a que actuaba como representante de la Fundación que financiaba el premio.)
   A las reuniones del jurado acudíamos todos tras habernos leído los libros que habían sido retenidos en una primera selección. Entre 30 y 40, más o menos.
   Uno de los libros de poemas que seleccionamos inicialmente aquel año era un trabajo vital y descarado que, por más que no supiéramos de quién era obra –las identidades se mantenían en secreto, como es teórica costumbre–, todos coincidimos en que tenía que haber salido por fuerza de la pluma de una joven latinoamericana, probablemente cubana y previsiblemente castrista.
   El libro pasó las primeras eliminatorias sin mayores problemas pero, cuando ya empezamos a hablar de premios, Claudio Rodríguez se cerró en banda: que la obra fuera graciosa y provocadora –recalcó– no quería decir que fuera buena. Él la consideraba mediocre. Los otros miembros del jurado no se mostraron tan tajantes, pero todos habían encontrado candidatos que les parecían más dignos del galardón. Sólo yo insistí en que estaría bien apoyar de algún modo a aquella incipiente autora.
   No se llevó el premio pero, quizá para que dejara de darles la vara, se avinieron a que le concediéramos un accésit, con derecho a publicación.
   Creo que fue lo primero que Zoé Valdés vio con su firma en las librerías.
   Al cabo de unos meses la conocí. Nos encontramos una mañana de primavera en París, vimos una exposición y charlamos bastante. Era graciosa, efectivamente, pero su castrismo resultaba verdaderamente empalagoso. A mis críticas al régimen cubano me respondió de un modo casi caricaturesco: esas cosas que yo denunciaba ocurrían realmente, sí, pero la culpa no era de Fidel, sino de algunos de los que le rodeaban, que no estaban a la altura. Recuerdo que le dije que era lo mismo que muchos franquistas decían del glorioso Caudillo de España, y no le gustó nada.
   Quedamos en volver a vernos, pero no hubo ocasión. Esa misma tarde se vio arrastrada a una cadena de conflictos privados muy graves. No los detallaré, por respeto a su intimidad, pero sí diré –me parece necesario tenerlo en cuenta para una más completa consideración de su evolución subsiguiente– que corrieron a cargo de su marido, alto cargo de la Embajada de La Habana en París y dirigente del Partido Comunista de Cuba (miembro del Comité Central, creo que me dijo).
   Perdí su rastro y he aquí que, al cabo de diez años, me la topo convertida en musa de esa gente de Miami que una década antes ella misma llamaba «gusanos».
   No intento insinuar que Zoé Valdés transitara del castrismo irracional al anticastrismo irracional por motivos exclusivamente privados. A decir verdad, no pretendo ni eso ni lo contrario: no tengo ni idea. Lo que trato de decir es que, cargando sobre sus espaldas con ese pasado de castrismo fervoroso, tal vez no estaría de más que mostrara cierta indulgencia hacia quienes no condenan hoy lo que ella defendió con uñas y dientes hace apenas tres lustros. Porque, si se empeña en pintar como perfectos depravados a quienes no asumen su actual militancia mascanosiana, ella misma nos estará ofreciendo la calificación de su pasado. O de su trayectoria toda.

(Zoé Valdés. Diario de un resentido social, abril 2003)

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