El bueno de Ichikawa pretende minimizar la gravedad de su “chivatazo”, asegurando que no conoce el amárico y poco pudo decir sobre los más íntimos rumores de los etíopes. Corre el riesgo de que no le crean sus lectores, a los que se les ha repetido tanto y tan machaconamente que Ichikawa es el “filósofo del exilio”, que lo tendrán, sin dudas, por bautense locuaz en griego, latín, arameo y cualquier dialecto semito-camítico que aparezca mencionado en las páginas de opinión de El Nuevo Herald. Doy fe de que no es el caso. Ni parlotea Emilio el amárico, ni parece haber notado que al proponernos tratar como a "todo cristiano” —ay, ¡tiene cada momentos nuestro Emilio! —, al Elizardo condecorado y soplón, está condenando la política cubana del poscastrismo a males parejos a los del régimen actual, donde la mentira no es considerada un vicio, sino un elemento consustancial a nuestra excepcional —y provisional— cosa pública.
Y más grave aún: Emilio viene a decirnos que bajo el castrismo, todos los cubanos hemos participado de esas mentiras, de esas delaciones, sea en castellano, amárico o spanglish. Y que no habría nada grave en eso, porque lo crítico de la circunstancia valida cualquier indignidad. No le demos, pues, importancia a lo de Elizardo: siendo Castro el mal absoluto, qué importa esa erótica del abrazo entre una mónada disidente y otra revestida con galones de coronel. Habrá que recordarle a Emilio que no todos han sido delatores, ni bajo ese régimen ni bajo ningún otro.
(Blog El Tono de la Voz)
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