Una buena polémica, me recuerda el director de esta publicación, es aquella en que los contendientes empiezan con una opinión y terminan con otra. Tiene razón Díaz, y tiene razón Rojas: más que la plácida contemplación de Narciso en su estanque, deberíamos conseguir la hegeliana mirada en los ojos del otro, otro con quien no coincidimos, pero cuya validez como interlocutor reconocemos por anticipado. Espero que acusaciones como "cruzado antinegroide del fascismo postcomunista" no signifiquen que Rafael Rojas ha perdido el gusto por una verdadera discusión de ideas, o que ya no le concede a su interlocutor la posibilidad, siquiera remota, de descubrirle algo interesante. Lo lamentaría, pues para mí ha sido un placer polemizar con él: sus dos artículos no sólo movilizan un interesante conjunto de referencias sino que aportan argumentos, algunos demostrados con claridad y energía.
Prefiero, entonces, dejar a un lado sus impugnaciones para comentar su última contribución. Primero, la distinción propuesta entre "canon literario" y "tradición intelectual" me parece procedente, siempre y cuando no se domestique en un confuso "todo vale" o sirva para trazar "cordones sanitarios". Aceptado esto, entremos en el canon literario, al que Rojas ha decidido extirparle una esencial verticalidad (a eso, precisamente, me refería yo cuando describía su "mesa redonda"). Los deslindes dentro del canon —dice— sólo pueden ser resultado de un criterio de "gusto", imputable a Sainte-Beuve (el pobre, acusado de tantas cosas que él consideró virtudes) en nombre de una celebrada "crítica del juicio" kantiana. Está claro que esta idea del canon no es la de Harold Bloom. Si algo ha quedado dilucidado después de tantas cuartillas es que la lectura de Bloom que firma Rojas (no sólo en estos artículos, sino también en su libro Un banquete canónico) es ambigua, cuando no incorrecta por su extrema parcialidad. Bloom está, por supuesto, más cerca de Sainte-Beuve que de Kant. Y ya desde la primera página de su Western Canon pone en entredicho el kantiano "valor estético" para anunciar otra teoría de los valores literarios.
El principal problema de esta lectura de Rojas consiste en concebir la discusión sobre el canon literario desde la exterioridad propia del crítico-del-juicio, y no desde el análisis del proceso creativo. Las "jerarquías entre clásicos" sólo podrán ser comprendidas si se acepta el nudo central de la estética de Bloom: su teoría de la "angustia de las influencias", que explica cómo un escritor se crea a sí mismo al superar a otro. Esto poco o nada tiene que ver con Kant, y mucho menos con los correteos de un lector-güije por la Sala Cubana de cualquier biblioteca. La pregunta es si, como críticos, preferimos eso que Rojas llama la "certidumbre de un legado", (nombres "establecidos" que frecuentamos a vicenda para el supremo goce); o si decidimos unificar, como hace Bloom, las experiencias del creador, la del lector y la del crítico, para analizar la manera en la que un autor se vuelve canónico y cuestionar autoridades tan indemostrables como el a priori kantiano. Bloom es bastante concluyente al respecto: "Sin alguna respuesta a la triple cuestión del agón —más qué, menos que, igual a— no puede haber valor estético". Yo estoy de acuerdo con él, y prefiero su tipo de crítica al academicismo kantiano de Rojas.
Rojas, por ejemplo, comenta los aportes poéticos de Lezama y Guillén desde una perspectiva muy poco agónica, delatada en un juicio tan basto como "el poeta trabaja por la gloria de la lengua". ¿En qué consiste ese trabajo y en qué consiste esa gloria? No son preguntas ociosas ni pedantes. Si de algo me ha servido mi modesta experiencia como traductor de poesía es para darme cuenta de que el trabajo del poeta no es contribuir a ninguna gloria del idioma. De esto último se encarga la Academia de la Lengua, esa que "brilla, fija y da esplendor". Poco de glorioso hay en la labor poética, a la que yo preferiría comparar con un vagabundeo o con la mendicidad del que acude a la mesa bien provista del rico Epulón para recoger sobras iluminadas.
(Un canon, un gran canon. Cubaencuentro, marzo 2001)
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