Daniel Chavarría es un anciano pizpireta: seguro en el escenario, extorsionador carismático que atrae a los oyentes, el hombre que ha epatado cientos de veces, que ya no le preocupa si epata o no, que mide el éxito de sus palabras por las carcajadas que provoquen (sin dudas un magnífico método), que habla de literatura con soltura, un campo que ya ha desactivado de minas, o un campo que nunca las tuvo. El sonido firme de las botas de Chavarría sobre el suelo pedregoso de la literatura retumba e intimida a los miembros del pelotón que siguen moviéndose a ciegas sobre un terreno pantanoso. La literatura: el hueco que succiona.
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Chavarría desconfía de los jóvenes escritores, declara. Yo también. No creo que haya una fauna más detestable que la de los aspirantes a literatos, corriendo detrás de los editores, desesperados por publicar, colando poemas en revistas, repartiéndose favores, aunándose, catalogándose como generación, ya sabemos. Bueno, hay algo peor que los aspirantes a escritores haciendo carrera, y es esos mismos aspirantes, ya envejecidos o en vías de envejecer, con la carrera hecha, con asiento fijo en la corte.
Chavarría argumenta que las mejores obras se escriben en la madurez, después de los cuarenta años, que antes de esa edad hay realmente poco que decir. Para apuntalarse, menciona a Quiroga y a Carpentier. Si yo tuviera sesenta años, tomaría el micrófono y, en tono minimalista, solo para desperezarme un poco, para divertirme, le diría: “permiso, Daniel. Apenas dos cosas: Rimbaud, Radiguet.” Pero tengo veinticuatro, cualquiera puede sospechar que, presa de la malcriadez, me he insultado ante la supuesta ofensa. Aunque Chavarría no me ofende. Lo que está diciendo es, supongo, una obviedad de mal lector, o de mal perdedor, a la postre algo inofensivo.
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Distraído, me lleva unos minutos entender que Chavarría solo está hablando de sí, y que no hay que tomárselo a mal. Solo está recordándose. Dice que cuando llegó a los cuarenta se percató que a los veinte había escrito dos novelas infames, por suerte impublicadas. Comprendo su punto, que no hay que apurarse, que no hay que corromperse, pero igual no es garantía de nada. Tal vez si Chavarría llega a los cien, piense que lo que escribió a los setenta o a los cincuenta fueron novelas menores, inmaduras, las novelas por las que hoy él apuesta, de las que blasona, tras las que se parapeta: Allá ellos, La sexta isla o El rojo en la pluma del loro, no sé.
Y aquí entro al juego con una opinión simple, después de haberme leído en la adolescencia novela y media suya: la literatura de Daniel Chavarría no va a sobrevivir. Va a morir sin ambages. Ni a sus quince, ni a sus setenta, ni a sus cien, si llega, Daniel Chavarría podrá superar la frontera terrible tras la cual aguardan, ateridos, padeciendo, los textos palpitantes. No lo va salvar ni el Premio Nacional de Literatura ni haber secuestrado una avioneta en su juventud.
No es, siquiera, un fracaso. Solo hay que asumirlo. Stephen King lo decía recientemente, y me pareció de una valentía extrema. A pesar de lo que muchos consideran, King cree, también como otros muchos, y lo declara en absoluta paz, que su nombre quedará inscrito en la segunda o la tercera línea de la posteridad dentro de la literatura estadounidense, o sea, no quedará inscrito.
Uno puede prepararse para la gran tarea, o creerse eso, encerrarse en un cuarto como Proust, a engendrar, pero probablemente la única preparación verdadera que existe sea la que te permite asumir lo que asume King (quien vende los millares de ejemplares que no vende nadie y quien sí las tiene todas para pensar que la literatura, lo que conocemos por tal, será benévola consigo). Lo que me molesta de Chavarría es algo que ya sabía desde antes, porque se puede oler, y es que no se preparó nunca para ello.
(Selección natural. Blog On Cuba, febrero 2014)
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