Mientras la isla se removía con ejecuciones y encarcelamientos, Del Monte huyó a Europa, a pesar de que nunca fue formalmente acusado como conspirador y de que, en varias ocasiones, se manifestó públicamente contrario a cualquier intento independentista. En Europa vivió como un príncipe, hasta el fin de sus días.
En realidad, detrás de aquellas palabras y actitudes de Del Monte se escondían dos poderosas y muy mezquinas razones: la primera, la más peligrosa, era que precisamente Heredia conocía de los pasados devaneos y oportunismos políticos del ahora gran mecenas de la literatura cubana, una historia que provenía de los días lejanos en que Heredia se había enrolado en una conspiración independentista y Del Monte -descubierto aquel complot, ese sí real- se había esfumado del mundo civilizado para ir a esperar el paso de la tormenta en un pueblo todavía hoy remoto, en el casi despoblado confín occidental de la isla.
La razón de su actitud de 1836, obviamente, implicaba una estrategia de ocultamiento de pecados propios a través de la exhibición lacerante de posibles deslices ajenos, criticados con acritud en misivas y charlas que, él bien lo sabía, trascenderían al espacio público.
La segunda razón es que José María Heredia era considerado por entonces la más importante voz lírica de Cuba, una de las más notables de América y del ámbito de la lengua española, mientras del Monte solo había llegado a ser un pergeñador de versos mediocres. Esta otra motivación, en aquella época y todavía hoy, se llama envidia y se manifiesta a través del odio y sus múltiples explosiones encaminadas a escamotear la grandeza a la que resulta imposible aspirar por méritos propios: un sentimiento que germina silvestre en los mundillos culturales. Y con especial fertilidad en los cubanos, donde resulta más fácil hallar vituperios que elogios. Dentro y fuera de la isla.
(Los profesionales del odio, Blog Café Fuerte, marzo 2012)
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