Típico de los muy críticos años de la crisis y transportado sin remilgos a unos dos mil que comienzan a ser otros ―entre nosotros y más allá de nosotros―; este es, quizá, el eje en que se afinca mejor, por ejemplo, Antonio José Ponte, en La fiesta vigilada, una letanía imprecisa entre la confesión, la novela, el ensayo y el autobombo de unas memorias sin gloria, donde todo el mundo es sórdido o fútil menos el autor protagonista, para proponernos “una historia de represiones y miserias que este libro… nos cuenta como ningún otro”, según disfruta reseñar uno de esos parricidas revelados como eficaces colaboracionistas del poder exterior, Duanel Díaz. La Fiesta…, de Antonio J. es la fiesta del chanchullo, la intriga, los manejos turbios, el egoísmo y la perfidia, la oscura fiesta del abandono, la simulación, el dólar y el turismo, cuya existencia no es un estado transitorio y equívoco, el resultado de una carencia y un aumento de la presión exterior, sino síntoma de la pudrición final del cadáver revolucionario y germen recuperado de lo que vendrá. Desde allí, Ponte levanta su memoria otra del país que propone como plataforma para recuperar el derroche de unos años 50 cuyo boato añora, aunque esa fastuosidad haya sido erigida, entonces si, sobre “una historia de represiones y miserias” abrumadoramente duras y de no ficción. Menos chancletero y no tan divertido, pero con el mismo cinismo resentido, casi maniático, hacia apocalípticos e integrados a que nos acostumbró Fermín Gabor, Antonio José Ponte ―un autor inédito en Cuba, según la nota de solapa, falsedad evidente que predispone antes de entrar― llega en este libro al “final de toda fiesta de disfraces: el momento de abandonar las máscaras”.
(Anomalías de la verdad, La Jiribilla, 2007)
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