La misma crudeza de tales realidades bastaría para producirnos, a estas alturas, un asco –si no un miedo– mucho más intenso que el que produce un viejo censor retirado. Y que dos testaferros inspiren más confianza que nuestros intelectuales, ¿no da la medida del vacío en que hemos caído colectivamente? Que dos delincuentes salgan mejor parados, por el solo hecho de haber sabido callarse, aunque fuese a la fuerza, ¿no confirma la sospecha de que, para Antón Arrufat, para Miguelito Barnet y para Pablo Armando Fernández, hubiera sido mucho más honorable haberse mantenido “empavonados” en un orgulloso y autoinflingido ostracismo, que participar voluntariamente de sus desafortunadas reapariciones? Saber desaparecer –ya lo dijo quien lo dijo: darse por muerto, difuminarse, borrarse del mapa, hubiera sido menos odioso que arrollar en la comparsa de los rehabilitados. Dicho claro y pronto: las parametraciones nunca cesaron. Si los lectores de Unión y La Gaceta de Cuba pueden deleitarse hoy con las ocurrencias de Uva Clavijo, si José Kozer y Achy Obejas han sido estampados en la nalga con el sello oficial de los productos kosher, si Lorenzo García Vega cuece alcachofas origenistas para las amas de Casa, ¿no lo debemos a la indulgencia aúlica de Abel Prieto? La parametración mutó, absorbió y adaptó a diestra y siniestra, y su estalinismo a la rusa dotó de alas preciosas a la mariposita china del riesgo calculado.
Reina María, en su atolondrada confesión, parece no haberse enterado de que las purgas estajanovistas son cosa del Ermitage, ni de que estamos de luto por la muerte de Valdés Tamayo. Como si recién abandonara la cápsula cristalina de un nabokoviano museo de entomología, la Monarca de las letras criollas comienza su melancólica misiva, ¡con una cita de Marina Tsvietáeva! –para enseguida pasar, dando tumbos, a la siguiente exhortación: “Recordemos ahora a Mandelstam, a Pasternak, a la Ajmátova…”. ¿A qué otra cosa, sino a un soviet revival o stalinist chic, podría achacarse, en la presente coyuntura, la invocación de disidencias tan encantadoramente arcanas, tan escandalosamente ajenas? ¿No equivale el tono –y hasta la esencia– de esa carta real a la petición de “¡Déjenlos que coman caviar!”? Pues, si bien es cierto que en aquellas apolilladas purgas ya podía leerse la forma de nuestro destino, no lo es menos que, en su desdeñoso escapismo, esa lectura parece encubrir una velada nota de extrañeza e insolidaridad.
(El Che, el Parámetro y el Hombre Nuevo, Blog Penúltimos Días, enero 2007)
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