Lo mismo pudiera pensarse del singular hecho que nos tocó calibrar desde la impotencia de las gradas: el ilustre ciego fue visitado en los umbrales de su muerte por el poeta y ensayista Fernández Retamar, ave de rapiña que había presenciado la agonía de Lezama Lima en un salón de hospital llamado precisamente “Borges”.
De aquella visita, cuya misión era pedir el consentimiento para publicar una antología bajo el sello de Casa de las Américas, tampoco se ha escrito lo suficiente. Una transcripción del diálogo entre Fernández Retamar y Borges, así como ciertos pormenores de la visita, encabezan el prólogo a Páginas escogidas (1988), escrito por el primero en homenaje al segundo. La edición cumplía el propósito de informarnos oficialmente de la existencia de aquel clásico de las letras americanas, quien siempre había adoptado posturas anticomunistas y a quien Cuba había vedado de cuanta página se imprimiera con sudor revolucionario. La antología fue una buena carta de presentación para aquellos que no le conocían, salvando ciertas efusiones que Retamar no quiso decantar, por ser precisamente un muestrario de todo lo que podía abarcar el genio borgeano.
Yo prefiero detenerme en el mencionado prólogo, si acaso para denunciar las torpezas del propio Retamar a la hora de aprovechar un momento histórico como fue su (único) encuentro con el escritor más grande de la lengua en aquel entonces. Comenzando por su insulsa presentación a María Kodama, y luego el uso de fórmulas alabanceras que poco efecto podrían causar sobre la humildad de sus anfitriones. También el falso suspenso con que adornase el instante antes de declararle a su “reaccionario” interlocutor que venía desde Cuba, como si en Borges levitasen los mismos sistemas de clasificación insulares: blanco o negro, nunca gris.
Desaprovechó Retamar aquella velada, digan lo que digan, por no haberse despojado del todo de su levita de funcionario. Su conversación pudo haber tenido más de indagación que de mecanismos de convencimiento. Un texto más, un texto menos, en definitiva Borges era infalible a la hora de señalar sus propios defectos. Como bien dijera el ensayista cubano, con lo que el argentino desautorizó, cualquier escritor hubiera podido ser feliz. Así, ciertas preguntas no fueron enunciadas, ciertas reparaciones no fueron esbozadas y la medianía se impuso por sobre un auténtico intercambio entre quien buscaba “ciertas” cosas y quien podía ofrecer muchas más.
El hecho de que un literato nuestro tuviese una audiencia privada con alguien tan contradictorio, alguien que nunca había dado muestras de admirarnos demasiado, fue una oportunidad que devino en malabarismo retórico: la ya mencionada y gratuita adulación, los chistes forzados (cuando Retamar indica la posibilidad de que un día se hablara de Carlos Borges y Jorge Luis Gardel), los pasajeros y convenientes ejercicios de memoria (que tanto prefería el argentino, como para nunca terminar aquella conversación y llevarla por cauces impredecibles), la mención del pago de honorarios por medio de cuadros y libros (no nos hacía falta un prólogo en que el afán de minuciosidad llegara a tales extremos), la ridícula pose de pertenecer al otro bando (los intelectuales progresistas que son capaces de valorar lo positivo del escritor retrógrado). ¿Qué habría pensado Borges de semejante emisario, de un resucitador calibanesco que alguna vez lo acusó de “colonial”? Nunca lo sabremos, como nunca sabremos las respuestas a las interrogantes que Retamar dejó de formular.
(El caso cubano de Borges, Cubaencuentro, junio 2006)
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