Rodríguez Rivera no hallará
episodio en que yo haya ejercido como censor. Aunque alguien que muestra tan
escaso respeto por los hechos no tiene por qué atenerse a estos. Puede, en
cambio, remitirse a lo hipotético, al futuro, y pronosticarme un puesto de fiscal.
O hacer figurar nuestro intercambio bajo el ejemplo del guerrero y de la mosca.
Según ese aforismo, cualquier falla del
guerrero habrá de ser disculpada por las tantas contiendas en que ha
participado. A diferencia, la perfección de la mosca resulta irrelevante desde
que ha hecho poquísimo. El mismo hiperbolismo que le hiciera creer que José
Martí es más grande que el mundo, da licencia a Rodríguez Rivera para tomarse
por guerrero. Se reserva el papel humano y manda a su oponente a predios de
animalidad, con lo cual sigue una querida costumbre de quienes propician campos
de concentración.
En defensa de la mosca debo decir que, luego
de contabilizar los libros publicados por ella y los publicados por Guillermo
Rodríguez Rivera, ambos quedan en tablas, si bien el guerrero supera a la mosca
en veintiún años. Muy poco aprovechados, según parece.
Que la mayoría de los títulos moscosos no
estén publicados dentro de Cuba podrá ser una barrera infranqueable para un
escritor condenado a ediciones locales como Rodríguez Rivera. Aunque es
plausible sospechar en él otra barrera: igual a tantos de su generación y de
generaciones mayores, apenas se interesa por lo que escriben autores más
jóvenes, publiquen o no dentro del país.
Antologías, traducciones y premios tampoco
cantan la ventaja del guerrero. Puede objetarse, sin embargo, que la
importancia de un autor no se mide por copiosidad, sino por intensidades. De
acuerdo: no sé de qué podrá alardear entonces Guillermo Rodríguez Rivera. (Otra
cosa es que el abismo entre guerrero y mosca esté poblado por desempeños
burocráticos).
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