Creo que para los cubanos ha
llegado la hora de enterrar a José Martí. No se trata de olvidarlo, sino de
bajarlo del pedestal que sólo sirve de provecho a los arribistas de cualquier
tendencia. Otorgarle el valor merecido a sus escritos y dejar que los críticos
valoren sus versos –algunos brillantes, otros mediocres– y los historiadores
continúen analizando su papel en la fundación de la república cubana.
Es lamentable que en la
formación de la nacionalidad se sobrevalore un cuerpo rector formado por frases
brillantes, que forman un catecismo de fácil manipulación, propicio a todos los
usos. Pensamientos en los que lo luminoso de la palabra dificulta encontrar lo
efímero de su contenido. Lugares comunes que nos parecen únicos por lo ejemplar
de la escritura.
Un ejemplo es una de las frases
más repetidas de Nuestra América: ``Crear es la palabra de pase de esta
generación. El vino, de plátano; y si sale agrio ¡es nuestro vino!''
Se trata de una exclamación
lapidaria y funesta. A partir de ese momento, los incapaces y oportunistas
–abundantes en Cuba y en el exilio– han tenido su justificación garantizada.
Esta declaración apasionada
contribuyó a la creación de un canon de miseria y chapucería donde lo autóctono
se impuso sobre lo extranjero, no por su esencia, sino como una categoría moral
falsa. No hay manifestación más clara, en el terreno político y cultural, que
ese vanagloriarse de los errores mediante un nacionalismo agresivo e inculto.
En el plano individual o ciudadano, se nos regaló la posibilidad de hacer mal
las cosas y cerrarles la boca a los críticos.
(Enterrar a Martí, El Nuevo Herald, julio 2006)
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