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Monday, November 9, 2020

Ibrahim Hernández Oramas sobre Antón Arrufat

Cuando pienso en la primera vez que escuché de Antón Arrufat me viene a la mente un reportaje de televisión. Creo recordar, una casa colonial, dispuesta en mi recuerdo de todos los objetos y fetiches que presumiblemente rodean la vida de un escritor. Al centro de la imagen, el personaje en cuestión, que habla de las costumbres de su escritura, de cómo tecleaba de pie (no sé si la práctica era real o producto de una confusión en mi reminiscencia del suceso, pues el sujeto del ensayo sobre Dulce María Loynaz se sienta a teclear, y el de ensayos posteriores ya escribe, suponemos algo deslumbrado, ante una pantalla digital) en una máquina de escribir (ahora sé japonesa, según el mismo texto). De la misma manera, creo oír, no sé si me traiciona el recuerdo, desde su voz algo sobreexpuesta, la advertencia de que el hábito parte de una imitación o un homenaje al gran escritor francés Víctor Hugo, y nada tiene que ver, por supuesto, con el insufrible norteamericano Hemingway.

   Y así, en Antón Arrufat, como si toda voluntad estilística, trazado de genealogías o flujo discursivo, estuvieran irremisiblemente enmarcados en el devenir de un programa televiso de gusto dudoso, cualquier amago de agudeza o boutade, cualquier modulación de intensidad por la escritura, parecen diluirse en fragmentos de una egolatría rayana en lo bucólico, en un diálogo con la tradición literaria, y con la imagen que se hace de sí mismo dentro de esta, a veces excesivamente maquillado, pasado por talco, artificial y un tanto ridículo: como de merienda en jardín rococó.

(El método Sainte-Beuve de Antón Arrufat. Diario de Cuba, julio 2016)

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