Son muchos los escritores de
primera fila que han sido cuidadosamente excluidos por esas editoriales que
“venden a Cuba”, cuando sus obras no resultan congruentes con esa imagen
idílica del desastre cubano: unas ruinas con charme, un discreto encanto del
proletariado indigente, una desesperación jocosa, una miseria tres chic, con
esos jubilosos negritos bailando la rumba revolucionaria. Y al final una
moraleja edificante de que, a pesar de todo, “seguimos siendo revolucionarios y
confiando en el futuro”. Esos autores han sido inscritos en una lista negra la
cual sospecho que las editoriales más comerciales y hegemónicas intercambian
con la puntual eficiencia de los servicios secretos. Guillermo Cabrera Infante
lo padeció. Lo sufrió Reinaldo Arenas y hoy muchos lo siguen enfrentando. Zoé
Valdés hasta podría dar una conferencia magistral sobre este tema. Pero son
muchos, demasiados, los escritores cubanos que se han estrellado contra el muro
de las prepotentes editoriales hispanoamericanas las cuales ya decidieron
—después de concienzudo estudio de marketing— que el anticastrismo no vende.
Pero el castrismo tampoco,
pues ya está demodée:
necesitan un producto intermedio que juegue críptica y anfibológicamente y
exponga lo que cada quien quiera entender. Y para eso, está Padura, toda una
industria incesante de novelas ubicadas en ese espacio gris y de luz imprecisa,
esa twilight
zone, con esos libros del crepúsculo hechos a la medida de casi
todos los gustos.
Padura sabe esto y no quiere arriesgarse. Su nicho puede parecer
incómodo, pero es seguro. Y por ello sus editores lo protegen con amoroso
cuidado: hoy en sus apariciones públicas, los periodistas convocados –previa
cuidadosa selección- resultan advertidos severamente que “el autor no quiere
que le hagan preguntas sobre la política cubana”. Los editores velan por su
producto.
“Eso” que pasa en Cuba es la imagen del sueño que no fue, pero que de algún modo
sigue ahí, contra toda lógica y razón, para momentánea tranquilidad de “las
buenas conciencias”. Siempre es una experiencia regocijante y ya casi única a
nivel mundial, disfrutar del “turismo político” que brinda la isla, con sus
habitantes esquilmados y sórdidos, joviales y complacientes, y todo esto,
además, dentro de un vivificante “baño de sauna revolucionario”: es como
tomarse una foto con el último Lobo de Tasmania. Ese parque temático de la
izquierda mundial que es Cuba, sin duda resulta mucho más
atractivo por su colorido, sabor y musicalidad tropical, que una grisácea Corea
del Norte, un desabrido Viet Nam, o una rígida China capitalista …
En ese sentido, las novelas de Padura pueden ser para estos sujetos unas
atractivas y sugerentes guías turísticas de Michelin a la cubana. Se trata de
“pasear La Habana” —o su suburbio, Mantilla— de la mano no de Eusebio Leal,
(ese consentido Petronio habanero que todavía aplaude jubilosamente untuoso el
incendio de las ruinas del Nerón II cubano), sino de Mario Conde: a Padura lo
han ubicado, posiblemente a su pesar, en una plaza de cicerone del
MINFAR-MINTUR, pero exclusivamente para el área de dólares y euros: no se
aceptan ruidosos y rezongantes nacionales indeseables, sólo como parte de la
escenografía y en papel de solícitos y joviales tramoyistas.
Pero esta difícil ubicuidad tampoco le ha resultado fácil al prolífico
autor: también desde la siniestra le han venido golpes: el militantísimo
argentino harvardiano Atilio A. Borón, lo llamó un “Jeremías” quejumbroso, casi
antirrevolucionario: no es raro que le pida al cubano más fidelidad revolucionaria,
quien ha sido capaz de exigir al gobierno de Maduro que aplaste violentamente
con su ejército bolivariano a la oposición venezolana.
En tales condiciones, no es justo ni sensato tratar de exigirle al
novelista que “le dé patadas a su pesebre”, pues como se dice en buen criollo
“no se defeca donde se come”. Sería absurdo lo contrario. Gabriel García
Márquez lo advirtió muy bien y desde temprana fecha: cuando declaraba
hipócritamente que “escribía para que lo quisieran”, por otra parte, en una
sincera confidencia íntima, largó que “la mejor forma de no preocuparse por el
dinero es ser millonario”. Y, en efecto, lo fue, abundantemente. Y aún después
de muerto, sigue produciendo ganancias, no sólo con sus obras, sino con la
venta —¡al odiado país del imperialismo avasallador!— de su biblioteca y
archivo. Nunca fue remiso en perseguir honores y beneficios, y además su legendaria
avaricia con sus compatriotas para conceder algunas migajas de su fortuna, ya
es un tópico de la literatura latinoamericana, como la ceguera de Borges o el
frenillo de Carpentier. Nunca ayudó a los jóvenes (ni a los mayores) autores
colombianos, a quienes despreciaba llamándolos “parásitos envidiosos”, junto
con Colombia, por cierto. Mencionen si quieren un amigo de veras del
Gabo desde la juventud. ¿Plinio Apuleyo Mendoza? ¿Álvaro Mutis? A todos los fue
abandonando en su incontenible ascenso hacia las cumbres del poder, que tanto
le atrajo siempre.
A la larga, Padura no es ni más ni menos como El Gabo, Balzac,
Cervantes y Shakespeare; escribe por la misma razón que ellos, pues es un escritor profesional:
además de porque le gusta hacerlo, para vivir. Si además cae algo de gloria, mejor, pues
eso hasta ayuda a las ventas y lo cubre con un manto protector para las
complejas condiciones en las que escribe.
No es muy sensato reclamarle tanto esa ambigüedad a Padura, sino más
justamente a sus editores, porque a ellos les conviene pues así cobran y ganan
más; tomar partido por uno de los lados es perder mercado: ¿por qué hacerlo,
entonces? Esa indefinición es parte sustantiva de su éxito, pues, aunque pueda
perturbar o inquietar a muchos, en realidad no molesta ni irrita verdaderamente
a nadie. Él brinda esa imagen de Cuba que se necesita comercialmente, para
proyectarla a nivel internacional por los poderosos editores que lo respaldan e
impulsan, quienes a su vez alimentan a un público lector ávido de nostálgico
folklorismo revolucionario, aunque atemperado y modulado con las pinceladas del
desastre actual. Por otra parte, complace la existencia de alguien que se
oponga al “Enemigo Predilecto”, Estados Unidos, el cual al parecer es el triste
papel que los “espíritus progresistas” han asignado a los cubanos, sin
consultarlos y contra su voluntad. Esos consumidores necesitan que Cuba siga
ahí como está, y que Padura escriba de eso como lo hace y que lo haga en Cuba.
Pero esto no es culpa de Padura, ni de los cubanos. En la distribución
de papeles y disfraces del Gran Teatro de Mundo actual, a los cubanos les
correspondió ser “alegres, eróticos, bailadores y revolucionarios”, con un
fondo musical de maracas y un escenario de playas con mulatas despampanantes. Meliá y Gaviota están
plenamente de acuerdo en esto: en cada habitación de los hoteles para
extranjeros en Cuba debieran poner, en lugar de una Biblia, un
ejemplar de Padura.
(Las “pauras” de Padura [III]. Cubaencuentro, marzo 2018)
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