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Wednesday, January 4, 2017

Jorge Peré vs. Guillermo Rodríguez Rivera y el Premio Nacional de Literatura (sobre Leonardo Padura)

Ya Padura ostenta en su vitrina el Premio Nacional de Literatura (2012) y el prestigioso Princesa de Asturias (España, 2014). A sus 61 años, nadie duda que tenga obra e influencia suficiente para sentarse a esperar sin desvelos que le toque su turno en la ruleta del Cervantes. Sin embargo, no faltan los que se cuestionan –sobre todo en la isla– la razón de tanto deslumbramiento y euforia en torno al novelista.
   Prueba de ello, es el texto La literatura invisible (2014), publicado hace un par de años en un sitio digital por Guillermo Rodríguez Rivera, para salpicar de dudas la pertinencia del Premio Nacional de Literatura que le fuera conferido a Padura. Rodríguez Rivera (R.R a partir de ahora), que ha pasado mucho tiempo (ante o detrás de cámaras) haciendo constar su condición de tripulante en la generación del primer Caimán Barbudo, como quien pretende colarse a empujones dentro del hall of fame cubano, deja entrever sin muchas vueltas su incomodidad con el apogeo de Padura en los últimos años (algo que no extraña a nadie, pues sabemos que R.R únicamente revienta su piñata de elogios cuando se trata de Luis Rogelio Nogueras). Para cualquier lector atento, las palabras de R.R suenan como las de un autor resentido, tocado por una especie de “Síndrome de John Doe” (puesto que nadie lo conoce y él mismo no entiende su vida). De manera que sus reproches a la “injusta” adjudicación están condicionados por un tufillo reconocible, mezcla de rencor e inferioridad. Perreta de octogenario. Actitud típica de quien no tuvo quince o casamiento bullanguero.
   Por otro lado, el exabrupto de R.R tan solo confirma una verdad, muy evidente para ser obviada y demasiado ridícula para ser tomada en serio: ciertos premios en Cuba, sobre todo los que apuntan a la inmortalización, responden a una lógica etaria, generacional, donde la vejez –esto es, tener más de setenta años– es un requisito indispensable, exclusivo. Así, cuando cada año se piensa en conceder el Nacional de Literatura, normalmente se maneja un listado de nombres cercanos a la defunción, donde abunda el Alzheimer y el Parkinson. No importa si se trata de un bartleby (Jaime Sarusky, Ambrosio Fornet), o si su obra apenas incide en la franja canónica nacional (César López, Reynaldo González, Humberto Arenal, Leonardo Acosta). Aquellos autores que han vivido lo suficiente como para ofrecer un par de anécdotas con más de cuatro décadas de añejamiento (aquí el yoísmo se da banquete y sobrepasa la delgada línea que separa la realidad de la ficción: “Cuando yo escribí…” “Y entonces yo publiqué…” “Yo estuve ahí…”), cuentan con un plus inmensurable. “La primera vez –comenta R.R a propósito de las dos veces que, según él, ha integrado el jurado del premio–, tuvimos en cuenta la decisiva obra crítica de Ángel Augier, pero también su ancianidad; lo propio ocurrió al concederle el galardón a Humberto Arenal, autor de una obra narrativa un tanto magra”. Luego, hay otro detalle que redondea el casting: lo ideológico. Y a esto se le puede sumar la permanencia en la isla. Usted puede no cumplir con alguno de estos requisitos, siempre que cumpla con los otros dos. Sin embargo, de estas tres exigencias hay una imposible de negociar: la permanencia en la isla.
   En Cuba, el Premio Nacional de Literatura es lo más parecido a un soborno, aunque muchas veces parezca la consolación de quienes no han hecho más que darse sillón y asistir a tertulias en el Sábado del Libro, la UNEAC y la Casa de las Américas.
   Ahora bien, si repasamos en detalle a Padura, el resultado sería un candidato inédito en el proceso de discriminación. Recordemos que el autor no pertenece a la franja más longeva de nuestros escritores en activo, sino a una generación intermedia, post-utópica y adherida al criticismo de la decadencia política en la isla. Padura, además, ha estado desentendido por muchos años de la actividad burocrática institucional y sus derechos editoriales se encuentran repartidos entre los sellos de mayor pedigrí en Barcelona. Algo curioso es que en más de una ocasión ha asegurado que no piensa abandonar la isla bajo ninguna circunstancia, haciendo uso de una ética provinciana que le funciona, de cara al mundo, como garante de marketing. Todo esto, sin dudas, ha contribuido a convertirlo en un autor fetiche, dentro y fuera del espacio cubano.
   Casi puedo entender que R.R, acostumbrado a la vieja, predecible inercia de la oficialidad en Cuba, se advierta pasmado frente el encumbramiento de Padura, el cual estima apresurado al considerar “que tenía tiempo para obtener ese galardón por un trabajo que abarque mejor la obra de toda su vida”. Según parece, R.R no desconoce en absoluto las virtudes del novelista, si bien las exalta con cierta cautela. Al cabo, disgrega sus intenciones de inquisidor y desclasifica un hecho según el cual, el mismo Padura tendría que estarle agradecido: “Mi voto fue el que, en muy reñida decisión, decidió el otorgamiento del premio de la crítica a su obra La novela de mi vida…” Lo de Guillermo es grandioso. Sobre todo porque un poco antes se escuda en la misma estrategia al replicar con igual veneno la concesión del premio a la poeta Reina María Rodríguez: “Puedo decir que, cuando en 1984 fui miembro del jurado de poesía del Premio Casa, me complació contribuir a otorgarle a Reina María ese importante premio por su libro Para un cordero blanco”. Corríjanme si no parece el colmo de la desfachatez; o acaso los adelantos de una posible edición de manos de R.R, bajo el título “Mis memorias”; o siendo más fiel a su tono: “Mis hazañas”.
   Cuando por fin R.R se atreve en su artículo a dispensar un juicio de valor, se inclina hacia dos escritores muy distintos en sus poéticas e historias personales. El crítico postula la deuda que entonces tenía la oficialidad con Eduardo Heras León, y la inconcebible preterición de una “esencial voz femenina” como Lina de Feria. Sobre ambos autores dice lo suficiente –o lo que él considera suficiente, que en realidad es irrazonablemente suficiente– para sustentar su posible beatificación. Esto apunta sobre la poética de Lina: “…representa esa poesía de la oscuridad, del enriquecedor laberinto de la palabra que, en la poesía cubana, permanentemente aparece al lado de la poesía de la claridad” (Lo que sea que signifique semejante galimatías).
   Sin embargo, a R.R le interesa muy poco si Padura ha escrito el doble de libros que Heras, o si la obra de aquel ha tenido mayor fortuna crítica nacional e internacional que la de éste y Lina de Feria juntos. En esencia, lo que defiende el crítico –como si se tratara de un valor literario, estético– es la prioridad generacional, que por motivos obvios favorece a Heras León. Nada más. Tal vez por ello, se torna insultante leer una crítica literaria tan disfuncional que llega a parecer una legislación en favor de los derechos de la tercera edad. R.R guapea y se abre paso a bastonazos, exponiendo sus criterios como si reclamara (para él y sus contemporáneos) el asiento de impedidos en el transporte público.
   Como sea, nadie imaginaba veinte años atrás que un escritor de novelas policíacas – tendencia menor dentro de la propuesta narrativa carpenteriana– pudiera llegar tan lejos. En este sentido, Padura nos ha dado a todos una lección anticanónica.
   Las hombradas de Mario Conde, cuya trayectoria policial ya supera la del “Tabo” en el antológico serial Día y Noche, ofrecen la coloratura de un héroe que sortea la epicidad. En su tiempo libre, Conde, escribe una novela que no consigue terminar, y en ese gesto, acaso se adivina el misterio de su éxito profesional. Porque se es un buen escritor o un buen policía, pero nunca las dos cosas. Sin embargo, Mario Conde disfruta ese fugaz desajuste con la realidad –que al decir de Ricardo Piglia, obedece al instinto de los buenos escritores–, se ofrece como un pobre miserable que trasciende el sentido ordinario de ser policía –aunque sea esto lo único que en realidad sabe hacer– en un país donde las leyes son otra manera de hacer ficción. Padura, por su parte, es culpable de no haber escrito una sola página sin pensar en el destino de Conde, su alter ego contiguo. Ambos se relevan y complementan en una continuidad que, al menos por ahora, no divisa el retiro para ninguna de las dos partes.
   Si algo podemos exigirle a Padura, a estas alturas, es el digno retiro del agente Mario Conde. Una salida victoriosa. Una licencia permanente. Una tregua que le haría bien a todos. A los lectores, al escritor y al propio personaje. He aquí otra cosa que le falta por hacer a Padura.
   Ahora, tengo que elogiar en R.R –por inusual en los de su edad que, normalmente, dejan pasar las cosas sin mover un músculo– la voluntad de quejarse. Nunca está demás la queja, sobre todo en un país donde cada vez más los que se quejan lo hacen susurrando, interiormente. Encuentro positivo el impulso, incluso el pretexto del cual se sirve. No obstante, son los recursos los que se tornan en crisis.
   No podemos, en modo alguno, culpar a R.R por disentir abiertamente con la práctica oficial, si eso le apetece. Sin embargo, sí podemos retribuirle el gesto y apuntar certeramente a sus ideas que, llegado el momento, se vuelven en su contra como una bala perdida.
   De cualquier manera, no dejo de pensar en que puede haber muchos R.R por ahí, pululando a menudo en los centros de la oficialidad, y en ese caso, me temo que nuestro crítico obtendrá su revancha tarde o temprano, cuando alguien se compadezca de su decrepitud y decida compensarlo con el tan discutido Premio Nacional de Literatura.
   Acaso sea eso lo que intenta conseguir R.R antes de irse a descansar en paz.

(Padura, Rodríguez Rivera y la crítica necia. Incubadora ediciones, julio 2016)

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