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Tuesday, March 1, 2016

Reinaldo Arenas vs. Vicente Echerri (3)

Siendo una loquita joven, aunque espeluznante, Oliente Churre vivía en una residencia colonial, propiedad de sus antepasados, en la ciudad de Trinidad. Su padre, al ver que tenía un hijo tan fuertemente mariquita que era el hazmerreír de toda Trinidad (para él el centro del mundo), abandonó el país en una lancha por el puerto de Casilda. Cuando penosamente, luego de circunvalar la isla llena de tiburones, llegó a los Estados Unidos, lo primero que vio en el Miami Herald (que desde Cuba dirigía Fifo) fue una enorme foto de su hijo junto a un artículo donde Oliente Churre hablaba de los progresos de la Iglesia anglicana en Cuba. Aquella foto terrible se exhibía en casi todas las iglesias de Miami y hasta en las guaraperas y centros comerciales de menor cuantía. El padre de Oliente, no pudiendo soportar más aquel estigma (ya hasta había sido llamado por la Cubanísima para hacerle una entrevista radial acerca de su hijo), agarró un inmenso cuchillo de cocina y se apuñaló varias veces el pecho frente a la gran iglesia episcopal del sur de la Florida.
   Oliente Churre se vistió entoncs de negro de pies a cabeza y se convirtió en la figura central de la Iglesia anglicana de su ciudad. Ya Fifo le había hecho llegar la primera plana del Miami Herald con su foto, y esta foto, junto a la de la reina Isabel de Inglaterra en el momento de su investidura regia, colgaba en la gran pared del comedor colonial de la casa triniteña. Bajo esas fotos, Oliente, acompañado por las locas más fuertes de Trinidad, tomaba todos los días el té de las cinco de la tarde.
   La madre de Oliente, ante el dolor de la fuga de su esposo, su violenta muerte y la algarabía que reinaba en aquella casa llena de pájaros vestidos de negro, cogió un cáncer.
   La buena señora ingresó en el hospital público de Trinidad. Mientras era sometida a terribles quimioterapias, Oliente vendió casi todas las cosas que había en la casa. En realidad, él no esperaba que su madre saliese con vida del hospital. Pero a los dos meses la madre recibió el alta y regresó gravemente enferma a una casa vacía poblada sólo por un juego de té, una mesita, varias sillas y, desde luego, las fotos de la reina Isabel y de Oliente Churre. Ni siquiera la pobre señora podía tomar agua fría, pues hasta el refrigerador había sido vendido por su hijo. La sufrida señora iba todas las tardes a la iglesia católica y allí se confesaba al señor cura. Sus últimas palabras terminaban siempre con un llanto de ahogado:
   –Mi hijo me ha privado de agua fría, señor, en el momento en que expedía mi alma hacia lo ignoto.
   Muchas fueron las protestas que provocó esta actitud tan despiadada de Oliente Churre, y hasta el cura lo llamó a capítulo. Oliente, de guantes negros, largo saco de faltriqueras negras sobre el que se dejaba caer una caperuza negra, prometió remediar de alguna forma aquel problema del agua fría. A las pocas semanas se apareció en la desamueblada mansión con una tinaja. Pero esta tinaja no mejoró en nada la salud de su madre, quien tuvo de nuevo que ingresar en el hospital. Ahora, según los médicos, la pobre señora no tenía escapatoria.
   Mientras la madre agonizaba en el hospital, Oliente Churre, cuyo apodo era ya famosísimo debido a los perfumes ingleses que esparcía sobre sus ropones sucios y negros, se trasladó como seminarista a la sede de la Iglesia episcopal de La Habana. Allí conoció a un delincuente de alto calibre, que decía descender de la familia de doña Isabel de Bobadilla, quien convenció a Oliente para que vendiera la casa de su madre y se fueran juntos a Varadero. Al momento se realizó la venta ilegal y el despilfarro de todo el dinero.
   A las pocas semanas, cuando la madre agónica regresó a su casa no había tal casa. Oliente seguía en Varadero con el descendiente de Isabel de Bobadilla y el gran retrato de la reina Isabel. Tan escandalosa y fastuosa era la vida que llevaba en Varadero que pronto, gracias a los buenos oficios de Coco Salas, la noticia llegó a Trinidad. La madre, mientras expiraba, reunió a todo el pueblo trinitario en la Torre de Iznaga. Trabajosamente se subió a la torre y desde allí le comunicó a la multitud la estafa de la que había sido víctima y calificó a su hijo de “endemonidado”. Como prueba contundente la madre mostró una foto de su hijo. Eso bastó para convencer a toda la multitud de que se trataba del Gran Satán. Allí mismo se organizó una cruzada contra el renegado. Todos los trinitarios, garrote en alto, aun las locas que tomaban el té con Oliente, se trasladaron a pie hasta Varadero con el fin de reducir a la loca e imponerle sus responsabilidades de hijo. Esta contienda ha pasado a la eternidad bajo el título de Una pelea cubana contra los demonios, libro escrito por Fernando Ortiz... Mientras eran perseguidos, Oliente y el descendiente de Bobadilla atravesaron toda la provincia de Matanzas y se echaron al mar sobre una frágil balandra con el propósito de llegar a la isla del Gran Caimán, propiedad de la corona británica.  Todo el tesoro que les quedaba era una tinaja llena de agua potable y el retrato de Isabel II. Los perseguidores, desatando una verdadera cacería humana, les dieron alcance y los prófugos tuvieron que capitular. Empapados y hambrientos regresaron a la orilla, siempre empujados por sus intrépidos perseguidores y por una tropa de enfurecidos tiburones a quienes Oliente mantuvo a raya enseñándoles la foto de la reina Isabel... Junto a la costa, sobre una parihuela, aguardaba la madre agónica. Aquella figura cadavérica, calva y sufrida fue lo primero que vio el hijo al saltar a tierra. Y al instante comprendió que le era casi imposible escaparse de ella, que aquella madre agónica (que nunca terminaba de expirar) era su condena y su agonía y que dondequiera que fuese tendría que llevarla y atenderla. Por otra parte, allí donde estaba la belicosa población trinitaria, las locas más justicieras y el ejército de Occidente con el fin de que Oliente Churre cumpliera con su responsabilidad de hijo.
   De todos modos, aunque Oliente firmó todos los compromisos madriles y se le dio una casa de campaña, no podía quedarse en Trinidad, donde el pueblo le pedía la cabeza. Siempre con su madre agónica, partió para La Habana, deteniéndose cada dos millas para armar la tienda de campaña y atender a la pobre señora in extremis. En La Habana, la delegación provincial del Partido, que conocía perfectamente la escasez de vivienda en toda la isla, le otorgó a Oliente Churre un permiso especial para que armase su tienda de campaña donde mejor pudiese. Ya Oliente había instalado su tienda en casi todos los solares yermos, parques y tejados de La Habana. Podía irse al campo, donde el aire puro tal vez mitigaría la gravedad de su madre. Pero Oliente rechazó rotundamente esta posibilidad. En La Habana se había vuelto a integrar en la Iglesia episcopal y se dedicaba además a la captura del descendiente de la Bobadilla.
   Ahora mismo, en espera de que se calmen los dolores de su madre para poder ir a casa de Clara, Oliente piensa con goce en la gran liturgia con música de órgano que tendrá lugar en la iglesia episcopal, donde él, con un unmenso sayón morado, portará uno de los palios santos.

(El color del verano. Tusquets, 1999)

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