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Wednesday, January 20, 2016

Fermín Gabor vs. “El envés de la trama”, de Antón Arrufat

El título parece una mala traducción de El revés de la trama de Graham Greene y lo que se cuenta huele a Henry James, a una de esas solemnidades donde un primerizo se acerca a un escritor venerado. Pero lo que en el narrador inglés (o estadounidense, según se prefiera) queda como solemne, en el cuentista habanero (o santiaguero, según se prefiera) resulta solemnemente ridículo. Por James habla un muy sólido agente de pompas fúnebres; por Arrufat, el Doctor Chappotín, dueño de La última noche que pasé contigo, funeraria de San Nicolás del Peladero.
   Los hechos que cuenta El envés de la trama suceden en La Habana de nuestros días donde circulan varias monedas y hay casas de cambio. Un joven ha publicado su reseña de la última novela de un viejo escritor, al joven lo apasiona la obra de éste, llega a entrevistarlo, y en esa entrevista el viejo escritor le suelta una perlita de sabiduría para que vaya tirando en la larga y árida vida literaria.
   ¿Ya?
   Ya.
   ¿Eso es todo?
   Y con menos se hace una comida.
   Hipólito Mora (desde que vivió en Tebas, a Arrufat le chiflan los nombres griegos y es de agradecer que a éste no le haya puesto Moira de apellido) anda retirado del mundanal ruido, es un Salinger habanero. El joven protagonista, al que un amigo apoda Tertuliano el Apologético, lo ha visto alguna vez salir de las librerías o sentado en el Parque de las Misiones. Sin atreverse a hablarle.
   Quien haya leído acerca del acercamiento temeroso de las hermanas García Marruz a José Lezama Lima podrá hacerse una idea. Pero lo que parece candoroso en el comportamiento de dos muchachas de los años cuarenta es, sesenta años después, Tertuliano frente a Hipólito, la picuencia arrancapescuezos. O al menos así logra comunicarlo un prosista de la talla de Antón Arrufat.
   En descargo del joven protagonista habría que considerar lo imponente que luce el Magister Mora “vistiendo su guayabera (...) como la armadura de una tropical Edad Media”. Y está, para causar más aturdimiento, la calidad de su último libro publicado, de su obra toda: “como una piedra más, su reciente obra se unía –armoniosamente- a la hermosa catedral enigmática que su genio y su voluntad habían edificado”. ¿No corta el hálito ese hombre enfundado en una armadura y fabricante de una catedral?
   Dos viejos carcamales se alzan en el camino del joven a quien apodan Tertuliano: la poetisa Ana Morales (qué alivio un nombre común) y el buscado Mora. Si el segundo viste una armadura, la primera lleva un traje de los años veinte. Pero lo más raro no es su vestimenta, sino el ambiente en que se desarrolla su tertulia (juegos florales, la llama el autor). Pasa trabajo el protagonista para atravesar “la exclusividad masónica que rodeaba las reuniones de la poeta”, y se presenta allí sólo para conseguir el número telefónico de Hipólito Mora. (En un mundo medieval cuesta averiguar un teléfono. A esa antigüedad podrá achacarse la imprecisión verbal al lidiar con aparatos modernos: para oír los mensajes se “abría el contestador automático”.)
   Sentada la gente de la tertulia en sillas arrimadas a las paredes, procédese a apagar todas las luces y a encenderse un reflector azul. A esa luz llega el primer poeta de la noche y, terminada su lectura, se apaga el reflector, oscuridad total, y vuelve a encenderse el haz azul para que el próximo invitado lea.  ¿Cómo no va a prestarse a florituras un ambiente tan exquisitamente planeado? (Así habrían sido las tertulias de Arrufat de llamarse Dulce María Loynaz o Reina María Rodríguez.) “Abandonó la idea como un exordio sin completar”, puede leerse. O esto otro: “Él no era un simple invitado, era el ángel guardián que el poeta espera antes de morir”.
   Una convicción no menos alta que la de las voces que narran en las radionovelas le permite escribir: “Si la vida no fuera tan turbia. Una fracción de su naturaleza respondía a estos estímulos y aún estaba hipnotizado por la presencia de la Morales”. O lanzarse desde el más alto trampolín a la piscina filosófica sin agua: “Un tiempo sin espacio, completamente interior...”
   Luego de algunos escarceos con la poetisa momia y de una erección a la que se presta atención minuciosa (¡una erección puede ser tan moderna como un contestador automático!), llega el clímax, el encuentro entre Hipólito y Tertuliano. Este último se afila los colmillos: “Los inexplorados enigmas que lo inquietaban en la escritura de Hipólito Mora y en su vida personal, requerían de las páginas de un libro exhaustivo”. (Antón Arrufat recurre al enigma y a lo enigmático para abrirnos el apetito por ese encuentro. Y no hay que ser un bicho hermeneuta para comprender que él se cree cosas: ha de verse a sí mismo en el papel del Magister Mora, y deseará para sí la atención de una tierna criaturita que lo reseñe y le construya mausoleo.)
   El escritor buscado a lo largo de todo el cuento calza tanto coturno como la poeta de las tertulias. La vida literaria consiste en una sucesión de ademanes operáticos, y el joven Tertuliano va de Eleonora Duse a Sarah Bernhardt: “Hipólito Mora se hallaba reclinado en una especie de diván color morado desvaído que le recordó el color de los labios de la poeta, estiradas las piernas sobre el mueble y semejante a la de un antiguo busto romano, erguida la cabeza completamente rapada, ancho el cuello y acusado el perfil que sobresalía de la penumbra en la que se encontraba”. A espaldas suyas resplandece la luz del atardecer en un ventanal. Los muebles son de laca negra con incrustaciones de marfil. Brillan lámparas rojas y jarrones azules, y pueden encontrarse, por aquí y por allá, abanicos de papel y preciosas dagas. Para completar el cuadro, Catana pare un amante chino que responde al nombre de Li.
   Ay, una de las mayores dificultades de la televisión cubana actual estriba en convencernos de que la casa en la que viven los ricos de la telenovela es realmente una mansión... Tampoco logra situar personajes en el extranjero con cierta verosimilitud... Tales son, al parecer, los límites del audiovisual ñángara. De modo no muy distinto, El envés de la trama declara los límites de la imaginación del compañero Arrufat. La visita a un escritor que él nos vende como eminencia termina siendo tan picúa como la tertulia que antes ridiculizara. No importa los esfuerzos que haga por diferenciar una de otra, lo ridículo y lo sublime no encuentran en su escritura diferencia de registro. Y si, tal como se afirmaba en la tertulia, la vida era turbia, para el decisivo encuentro entre Hipólito y Tertuliano el autor ha guardado esta otra definición: “Así de pegajosa es la vida”.
   Me temo que Henry James se reservaba algún tesorito, al menos una chispita de brillantes, para ocasiones como éstas. Coreografiado por Arrufat, el hierático Hipólito Mora juguetea con una daga que tiene menos filo que sus parlamentos, y lo que entrega al joven es fricandel de bagazo enriquecido con soya. Más tarde, para conseguir algo que suene como un final, a Hipólito Mora no le queda otro remedio que estirar la pata más de lo que la estiraba en su diván color labios de poeta.
   Mucha de la actual ficción cubana suele regodearse en la miserabilia. Arrufat, a diferencia, pinta como un cronista social la vida selecta. La revista donde el protagonista publica su reseña es la mejor revista literaria habanera, una guayabera es impoluta, el té verde que beben es regalo del Agregado Cultural de Japón, las tertulias no por ridículas dejan de ser exclusivas, y léase cuánto preparativo se gasta el Tertuliano para asistir a una: “Se afeitó y se bañö con lentitud ritual. Lustró los zapatos y se vistió su [sic] mejor ropa: una camisa blanca hecha a mano en la India, un pantalón de lino puro”. (En medio de tanto despliegue de estilo de vida, siente uno la tentación de preguntar si Mora y Morales firmaron las últimas cartas públicas oficiales que signara Arrufat. ¿Viajaron a Caracas? ¿Mora es ya Premio Nacional de Literatura o hace alianzas para serlo? Ninguna de estas presiones parecen existir en la vida literaria habanera de El envés de la trama.)
   A la ficción cubana que circula por la acera del sol la llaman, con relativa impropiedad, realismo sucio. Antón Arrufat, que no se suda y camina por la acera de la sombra, ha escrito con El envés de la trama una pieza de realismo chichí, bomboncito de flema. Con este último cuento suyo demuestra ser tan chichí como los ambientadores de la televisión cubana al emprenderla con gente rica o países extranjeros.
   Y no es que él sea el único chichí. Su generación podría ser llamada Generación Chichí. Provincianos y pobretes de origen, muchos de ellos han cumplido sus sueños clasistas gracias a la revolu. Así, el que no colecciona chinerías, colecciona abanicos, se acoge a un ceceo de hidalgo español, alardea de una bañadera de mármol negro o no escribe poema que no transcurre en sitio bien lejano... Diplomáticos retirados, cuidan entre todos la entrada de la Academia de la Lengua o del Premio Nacional de Literatura pues éstos son sus Country Club y su Club de Rotarios.
   Es de suponer que cualquiera de ellos que intentase escribir la figura de un maestro no se habría apartado mucho de la fumanchunesca descripción propinada por Arrufat. Cercanos en sus juventudes a los grandes de la cultura cubana del siglo XX, cuando les toca imaginarse en el papel de maestros caen en la chochera del más reciente Premio Cortázar: empolvan pelucas dieciochescas o se disfrazan de mandarines. (Espérese por el cuento donde Miguelito Barnet explicita su asombro ante un travesti habanero que leyó su Canción de Rachel. Historia chichí donde un travesti chichí lee un libro chichí y se encuentra con el chichí que lo escribió, ha poco fue paladeada por quienes asistieron al Centro Cultural Dulce María Loynaz.)   
   Creo que los amigos de Antón Arrufat, si es que existen de veras y de veras creen en una vida después de la vida, no supieron interpretar el gesto de Cortázar. No era un saludo, no. Lo que decía el autor de Rayuela con su mano era más bien: “¡Borra, borra! ¡Tacha, tacha!”. O avisaba al jurado de lo que les va a caer encima el año próximo. Porque, corrida ya la especie, enterados de que en el Premio Iberoamericano de Cuento los muertos concursan y ganan, gente como Manuel Cofiño y Noel Navarro (entre otros) empiezan a revisar esperanzadamente sus inéditos.

(La lengua suelta # 26. La Habana Elegante, segunda época)

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