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Monday, January 18, 2016

Arturo Arango vs. el prólogo de Eduardo López Morales a “La generación de los años 50”

Tengo la impresión de que, luego del Coloquio, muchos de los escritores que ya podían ser considerados mayores, aquellos que, además, habían sido peor tratados durante los arduos 70, comenzaron a gozar de un reconocimiento que los fue instalando en el reino de los intocables. Como parte de esa estrategia de recolocación leo la antología La generación de los años 50, preparada por Luis Suardíaz y David Chericián, y, sobre todo su prólogo, debido a Eduardo López Morales. Presentada como acto de consolidación generacional, resulta un gesto tardío, a destiempo. El afán legitimador, en cambio, es claro en la insistencia de López Morales por deshacer algunos de los argumentos desde los que había sido juzgado ese conjunto heterogéneo de poetas: lo improcedente del sentido de culpa por la no participación directa en la lucha revolucionaria (“este análisis no puede afrontarse con simplificaciones pseudopolíticas, con sospechosos complejos de culpa o con demagógicas lamentaciones”)y lo inadecuado de oponerles el ejemplo de quienes entregaron su vida o renunciaron al ejercicio de la literatura (“La Revolución no exige en absoluto esta renuncia, salvo en aquellos que desempeñan un papel imprescindiblemente protagónico en la conducción política”); la revaloración de la labor intelectual como trabajo (“el arte es un trabajo concreto que se materializa en un tiempo de trabajo concreto con un producto concreto para un tipo particular de consumo espiritual”), y, por último, la defensa ante los ataques de la generación de El Caimán.
   Situado en esa perspectiva, no es extraño que el prólogo insista en descalificaciones sobre la poesía de los autores agrupados en torno a Orígenes (“algunos de los [poetas] mayores en calidad y edad, asqueados por la corrupción republicana y alienados por sus limitaciones de clase e ideológicas, se esforzaban en conservar una tradición nacional cada vez más mitificada en una metapoesía que tarde o temprano se convertiría en su contrario, porque no se puede inventar un país y una cultura divorciados de las realidades que los nutren”); y también contra los de Lunes... (“No por azar quienes propugnaron desde Lunes de Revolución esta guerra aventurera y demagógica bajo la cobertura de la palabrería izquierdista traicionaron más tarde, para convalidar de nuevo el apotegma leninista que describe la esencia del oportunismo”), desconociendo que, al contrario de lo que asegura, de los escritores que trabajaron en el suplemento o colaboraron asiduamente en él permanecían en Cuba, o murieron aquí, señaladamente, su jefe de redacción, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, José Álvarez Baragaño (incluidos en la antología), Virgilio Piñera, Oscar Hurtado, Humberto Arenal, y Raúl Martínez, su director artítico, entre otros. Si invirtiéramos como el consabido guante la aseveración de López Morales, todo el mal de Lunes... estaría concentrado sólo en dos personas: Cabrera Infante y Padilla, los únicos del “cogollito”, como lo llamaba Virgilio, que murieron en el exilio.
   También, como se hizo habitual en este tipo de ensayos, se expone un conjunto de deberes y normativas, ya desde lo que se ofrece como el canon para la poesía cubana anterior a esta generación: Villena, Guillén, Pedroso, Félix Pita, Navarro Luna (no Lezama, no diego, jamás Piñera), pueden brindar “un asidero espiritual, literario y político para [los poetas de la Generación del 50]”; ya desde la expresión misma de obligaciones y renuncias: “La búsqueda de la comunicación [...] debe ser la divisa fundamental de nuestra literatura”, así como “para humanizar la poesía”, es necesario abandonar “las búsquedas crípticas de una nacionalidad remisible a camafeos geográficos, telúricos o supuestamente ubicados más allá de las contingencias ‘políticas’ (o sea, adscritas a una política particular de alienación pequeño y medioburguesa)”.
   En este ensayo introductorio se cita, y admite, aquel dictamen del prólogo a Poesía joven de Cuba: “toda generación está obligada no sólo a continuar, sino a reempezar la poesía”. Sin embargo, él mismo asigna a la que llama segunda generación de la Revolución deberes que, además de mostrar un paternalismo intolerable, parecen salidos de un programa educativo o político, y no de un ensayo sobre la poesía contemporánea cubana:

   consolidar y superar dialécticamente lo logrado, someter a examen y análisis sus propias proyecciones, estudiar el proceso cultural de nuestra nación para asumir críticamente las líneas nodales que se corresponden con sus leyes constitutivas, [...], y aprender, como ya han hecho sus más prometedores y valiosos integrantes, que esta nueva sociedad en la que viven día a día concita y exige los esfuerzos y heroísmos colectivos, porque cada generación puede exhibir en nuestro país las realizaciones que ha contribuido a materializar, y se requiere la interacción enriquecedora de jóvenes, maduros y “viejos”

(“Con tantos palos que te dio la vida...”, conferencia publicada en la red, 2007)

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