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Friday, May 1, 2015

Matías Montes Huidobro vs. “Aire frío”, de Virgilio Piñera

A pesar de la fama de Piñera y de que para algunos es su obra más importante, y de que Luz María Romaguera es una de las grandes heroínas de la dramaturgia cubana, esta pieza dista de ser una de mis favoritas, quizás tal vez por su incursión en el neorrealismo cubano, franco antecedente de los bajos fondos que vendrá después. No se me esconden los méritos, pero para mí la puesta en escena de Aire frío, fue una brutal experiencia teatral, y salí del teatro a punto de que me diera un colapso, con el corazón saliéndoseme por la boca. El final de la obra nunca lo he considerado particularmente bueno. Desde que la leí por primera vez, me pareció un desastre, porque el padre, que no ve, tal parece que es sordo, ya que aparentemente ni oye y ni reconoce las voces, sin poder identificar las de nadie. La escena tiene lugar, además, en el momento en que la madre está a punto de morir, con la participación de uno de los hermanos del protagonista, que está sordo, y que como bien sabían Goya y Beethoven, esto no tiene la menor gracia. Una situación patética, trágica, que es convertida por el dramaturgo en un grotesco. Piñera fue un escritor transgresor que supo llegar a las entrañas de la crueldad de una obra a la otra, y la del último acto de Aire frío es de alto voltaje, precisamente por una condición realista que llega casi a la irrealidad. Aunque yo al realismo lo detesto, reconozco que en cierto sentido más efectivo no pudo ser. En medio del caos, la escena se la “roba” el personaje del sordo, que no había aparecido en todo la obra y que sería francamente eliminable, salvo por el hecho que Piñera lo utiliza de forma astracanesca, uniendo a la sordera una voz distorsionada que acrecienta el grotesco de la situación. Para colmos, además de confundir todo lo que decían los demás, los otros tampoco lo entendían lo que él decía. La influencia mediática en la obra se deja ver, porque también tiene una procedencia radiofónica a través de un sordo paródico, Cucufate, que recuerdo de la radio cubana de los cuarenta o los cincuenta. En todo caso, el dramaturgo la pone en práctica en esta última secuencia, a lo que va a unir, a los estertores de la muerte, la ceguera y la sordera de los personajes, que no daban pie con bola, como si fuera una escena de una película de “Los Tres Chiflados” haciendo disparates. El público se desternillara de la risa, convirtiendo todo aquel espectáculo macabro y grotesco en un absoluto reality show en el cual los que estábamos en la platea éramos copartícipes. Para mí era bochornoso. ¿Cómo explicarse el hecho tratándose de un escritor que, seguramente, debió haber sufrido en carne propia crueldad semejante, por haber padecido la burla homofóbica y por su propia apariencia física? ¿O era esta burla, precisamente, la explicación? ¿Y la del público, cuál podríamos darle?

(El teatro de la crueldad: una pateadura histórica. Diario de Cuba, junio 2013)

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