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Friday, February 20, 2015

Rafael Rojas vs. Angel Guerra

Prefiero pasar de largo de la fábula de mal gusto y resonancia fascista de los “cóndores” (revolucionarios) y los “insectos” (contrarrevolucionarios), a costa del pobre José Martí, con que concluye el artículo. Pero no puedo dejar de señalar que la asimilación entre mis ideas y las del escritor y periodista cubano Carlos Alberto Montaner, de la que abusan Guerra y otros de la misma corriente política, es, cuando menos, imprecisa. Conozco y respeto a Montaner desde hace años pero ambos admitimos diferencias públicas en temas tan variados como el embargo comercial de Estados Unidos, las ideas, culturas y tradiciones de América Latina o el lugar de la experiencia socialista y revolucionaria en la historia de Cuba. 
   Aunque la caricatura de Guerra expone mejor sus limitaciones que las mías, la aprovecho para resumir, sobre todo ante los lectores de La Jornada que se asomen a esta polémica, algunas de mis ideas sobre Cuba que el periodista deliberadamente distorsiona. Es difícil para mí considerarme contrarrevolucionario por muchas razones que a Guerra, quien se empeña en monopolizar la voz de “la Revolución”, lo tendrán sin cuidado. La primera es que soy un producto de la experiencia revolucionaria: nací en la isla, en 1965, y me formé en las escuelas creadas por el sistema educativo socialista. Me gradué de la Universidad de La Habana, en 1990, en la carrera de filosofía marxista-leninista, con una tesis sobre la concepción materialista de la historia de Karl Marx.
   Pero, ante todo, no me considero contrarrevolucionario porque, como sostengo en mis libros El arte de la espera (1998), La política del adiós (2003) y La máquina del olvido (2013), pienso que la Revolución fue un fenómeno histórico circunscrito a los años 50, 60 y 70 del pasado siglo. Después de consumada la institucionalización del sistema político cubano, en 1976, con la Constitución de ese año, es difícil hablar de revolución como un proceso de cambio social, que destruye un antiguo régimen y crea un nuevo orden. Hablar de Revolución a partir de 1976 es posible si, como hace Guerra, se confunde la Revolución con el Estado, el gobierno o sus líderes, cuando no con la nación misma.
   Dado que en los libros mencionados y en diversos artículos he expresado críticas concretas al gobierno de la isla y al sistema político socialista, Guerra y quienes como él sacralizan la historia, asumen dichas críticas como “ataques a la Revolución”. A mí, por el contrario, me interesa historiar críticamente ese fenómeno fundamental del pasado cubano y latinoamericano, con el fin de avanzar en el conocimiento histórico y, también, de contribuir al establecimiento de relaciones más libres con el Estado cubano. Un Estado que, como he reiterado en esos mismos libros y artículos, entiendo como una entidad legítima que no debe ser removida por la fuerza sino transformada pacífica y soberanamente por una ciudadanía cada vez más plural, que no está equitativamente representada en sus instituciones.
   El término contrarrevolución posee un sentido destructivo y violento que no sólo no comparto sino que cuestiono con frecuencia. Siempre he defendido la necesidad de articular una oposición pacífica y legítima en Cuba, que deje atrás, de una vez y por todas, la política del embargo o cualquier forma de hostilidad internacional y que se independice de las agencias del gobierno de Estados Unidos, involucradas históricamente en la confrontación con La Habana. Remito al lector interesado en estas ideas sobre la construcción de una democracia soberana en Cuba a dos artículos publicados recientemente en la isla: “Diáspora, intelectuales y futuros de Cuba” (2011), en la revista Temas, y “El socialismo cubano y los derechos políticos” (2012), en Espacio Laical.
   Llama la atención que Guerra me atribuya un pensamiento “teleológico”, cuando uno de los argumentos centrales de mis libros de historia intelectual sobre Cuba –Isla sin fin (1998), Tumbas sin sosiego (2006), Motivos de Anteo (2008), El estante vacío (2009)- es la crítica a la teleología de la historia oficial nacionalista y socialista, que presenta todo el pasado de la isla como si hubiera sido providencialmente programado para producir la entrada de Fidel en La Habana, en enero de 1959, y para perpetuar la forma histórica del Estado fundado a partir de entonces. La crítica de esa teleología, no sólo en mis libros sino en buena parte de la nueva ensayística cubana de la isla o la diáspora –ver, por ejemplo, el catálogo de la editorial Colibrí, en Madrid–, es un llamado al abandono de la exclusión ideológica en nuestra cultura.
   Si a lo que Guerra se refiere con la torpe tautología del “deber ser teleológico” es a la propuesta de un futuro democrático para Cuba, entonces tendrá que reconocer que somos muchos –cada vez más– los que compartimos ese ideal. Un ideal que en mi caso jamás ha sido planteado en términos neoliberales, como asegura el periodista. Como el lector puede verificar fácilmente en esos libros y artículos, la democratización de la que hablo es un proceso de apertura de las instituciones actuales del socialismo cubano a la pluralidad real de la sociedad insular y diaspórica, que amplíe los derechos de asociación y expresión, sin deshacerse del rol social del Estado ni de la soberanía nacional.
   Que Guerra entienda eso como “cinismo y pragmatismo” o como “derecha nacional e internacional” ilustra muy bien el tipo de izquierda que él defiende. Una izquierda que sigue aferrada a las falsas antinomias de la Guerra Fría y que es incapaz de abandonar lastres del estalinismo como el partido único, el culto a la personalidad, el control gubernamental de la prensa o la descalificación y represión de toda disidencia. Una izquierda autoritaria que, ante el avance de las reformas emprendidas por el gobierno y demandadas por la sociedad civil, se atrinchera en una posición contrarreformista.

(Por una democracia soberana en Cuba, Blog Libros del Crepúsculo, abril 2013)

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