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Tuesday, February 24, 2015

Camilo Loret de Mola vs. Cintio Vitier y Fina García Marruz

Los vecinos ya saben que el Comandante viene. Esperan un rato y ven llegar sus carrozas negras. Se baja un señor envejecido, con un uniforme demasiado holgado: falta hombre. Los aduladores miran desencantados mientras otros, en la distancia, callan sus esperanzas.
   Con paso cansino entra Castro en la casa de Cintio Vitier. Viene a felicitarlo por un premio de consuelo, o por unos Cuadernos Martianos que nunca leerá. A falta de mejor escenario, para que los vecinos sean testigos de tanta bondad la puerta queda abierta.
   Fina García Marruz no deja hablar a su esposo, agradece la visita en nombre de ambos y le asegura al recién llegado cuánto se le quiere en esa casa, y cuánto están dispuestos a hacer y a dar.
   Cintio, en voz baja repite el final de cada frase de su esposa: “sí, a hacer”, “sí, a dar”.
   Se acaba la visita. El Comandante rechaza la ayuda que le brindan cuando empieza a incorporarse, ya casi lo logra, pero una frase de Fina interrumpe su lenta maniobra: “Comandante, Cintio quiere pedirle algo”. Y pide ella, señalando con el índice hacia el techo, mientras suelta unas frases quejosas: “No nos dejan concentrarnos”, “son terribles los vecinos”, “no vamos a poder seguir trabajando”.
   Cintio vuelve, como un eco: “sí, concentrarnos”, “sí, terribles”, “sí, trabajando”.
   El murmullo de los mirones impide escuchar la respuesta verdeolivo, pero las caras de felicidad de los viejitos dejan entrever que hay esperanza.
   Enseguida fuimos avisados, pero en ese afán de no esperar lo malo nos convencimos de que se llevarían a los viejitos del edificio, a una buena casa, con vista al mar y un salón de lectura.
   Por eso nos sorprendió tanto la orden de desalojo. La trajeron unos funcionarios que aseguraron cumplir con instrucciones venidas de “arriba”, pero no del Municipio. La cosa, en realidad, era de “abajo”, de la casa de aquellos dulces ancianitos de misa y rezo los domingos.
   El portero nos ayudó a mal acomodar nuestros bienes en los escalones de entrada al edificio. Yo subí a hablar con los poetas. Mi esperanza era que dos personas tan devotas, tan cultas, tan martianas, no podrían superar la imagen de dos niñas puesta de patitas en la calle. Con un poco de suerte, educación y mil disculpas, yo esperaba convencerlos para que enmendaran un daño que no habían calculado bien.
   Pero Fina, imperturbable, me aseguró que ellos nada tenían que ver con esa decisión, que eran incapaces de hacer una cosa como esa. Preferí no recordarle la puerta abierta y aquellos espectadores ocasionales que escucharon, a coro, su peor poesía. Tampoco tuve paciencia para atender al eco de Cintio o a sus gestos imitando el asombro de su esposa.

(Historia de familia, Blog Penúltimos Días, febrero 2008)

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