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Wednesday, February 18, 2015

Guillermo Cabrera Infante vs. Gastón Baquero y Luis Ortega

Fue el poeta negro que introdujo, Esquilo tropical, la tragedia al traer al héroe condenado a la casa del futuro jefe, ahora sólo un aspirante a poeta laureado que quería verse publicado en las revistas más esotéricas de América. Con el tiempo, sin embargo, se haría periodista aduciendo que los poetas también comen. Cosa curiosa, el poeta negro, que tenía ambiciones de contarse entre los poetas herméticos, también se hizo periodista y llegó a ser, ironías isleñas, director del periódico más rancio, conservador y prestigioso de Cuba y terminó de consejero consultivo del dictador de turno —que era tan mulato como el poeta comunista.
   Fue bueno que ambos compañeros de cuarto supieran pronto que no tenían talento para la poesía, pero sí para las relaciones menos púdicas o más públicas: el periodismo sicofante con las prebendas más fáciles. Dejaron de escribir sonetos a las aplomas maternas, de grabar palabras eternas en la arena y escribieron en su lugar apostillas políticas con las que hicieron una veloz carrera hacia sus sespectivas metas —que eran una sola: esa sólida sinecura segura. Si algo mata más el talento que la envidia literaria es recordar el tiempo infeliz desde la gracia.
   Lo que trajo a casa el poeta negro fue un muchacho nada común. Era rubio, de ojos azules y además quería escribir. Pero no componía versos sino que escribía cuentos, poemas en prosa y narraciones —todo de una gran ingenuidad. Cuando el futuro jefe se miró, literalmente, en los ojos azules del recién venido, vio el mar. El muchacho de ojos azules miró al futuro jefe pero no vio en sus ojos negros el mal sino una intensidad nueva. Se enamoraron. El poeta negro comprendió que no tenía nada que hacer sino formar un triángulo en que no hay tres catetos posibles. Como había estudiado arquitectura sabía que estaba ante un triángulo que es una figura de fuerzas inestables. Se quedó viviendo con el jefe y su efebo, pero se retiró a su cuarto —que se hizo un espacio de repetidas masturbaciones. Después de cada eyaculación, el poeta negro, como era católico, se persignaba con la misma mano con que se había masturbado. A veces iba a confesarse con un padre poeta que era su confesor. Siempre recibía la absolución. Ya el poeta negro se había ido a ejercer el puesto de redactor jefe del periódico más católico —y también el más racista— de Cuba. Pero el poeta negro no veía ninguna incongruencia en su exaltación, sino que llamaba al diario Pan del Cielo.
(…)
   El hombre que fue jefe volvió a la superficie en Miami, el centro universal del exilio. Pero ya no es un exiliado como era cuando me visitó. En otro salto mortal viaja a Cuba y se abraza al Máximo Líder que le dice sin ironía: “Chico, los grandes periodistas nunca mueren”. Sólo se suicidan, digo yo, más de una vez. El futuro jefe rescatado de las aguas se presenta en Miami como un corajudo verbal y declara: “Yo no me vendo, yo me alquilo”. Este alquilón se cree, créanlo o no, una fuerza moral. Pero pocos cubanos que conozco tienen, o publican, una idea tan errónea de sí mismos. Había que haberlo visto en el patio de su casa de lo que se llama La Sagüesera y para él el centro de la gusanera ofreciendo máximas morales como si fuera un Sócrates que ha hurtado el cuerpo a la cicuta y no le debe un gallo a Esculapio. Sus visitantes lo oyen desgranar perlas políticas pero el otrora jefe no sabe que ellos saben la historia obscena de su vida y acogen sus aforismos con un grano de sal marina. El jefe es rencoroso y amargado y se dedica a la difamación. Pero ¿no será que desde entonces, desde aquella tarde en que fue salvado de las aguas por el lanchón de la basura, cumple cadena perpetua por asesinato en la cárcel que es su cuerpo?

(“Un jefe salvado de las aguas”. En: Todo está hecho con espejos. Alfaguara, 1999)

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