Pero le traicionó su propio límite. Buena parte de El justo tiempo humano y Fuera del juego y El hombre junto al mar recuerdan el pasaje homérico donde al de tremolante casco ya no le asisten los dioses. Los huéspedes inquietantes, como gusta decir a Sloterdijk, lo habían abandonado. Lo otro, lo tristemente conocido a partir de 1967, es el mugriento empapelado con que nos cubre la Historia. De ahí que en mi artículo señalé: "su personalidad fue inferior a los torpes designios de la Historia. Fue incapaz de dominar sus experiencias; dejó que su vida precediera a su destino literario".
Al mulo de Lezama hay que comérselo, engullirlo hasta el eructo. Al novelista de En mi jardín pastan los héroes no le fueron concedidos, finalmente, tales dones. En un poema atendible de Fuera del juego —A J. L. L—, luego de un comenzar emotivo: "Hace algún tiempo / como un muchacho enfurecido frente a sus manos atareadas /en poner trampas / para que nadie se acercara [...]", tropezamos con el cierre malogrado, cursi, precisamente sentimental: "¿Y qué pude hacer yo, / si en su casa de vidrio de colores / hasta el cielo de Cuba lo apoyaba?". Padilla no alcanzó, a través de su literatura (lo demás es anécdota, derrota), a decirle a Lezama lo que Pound a Whitman: "I make a pact with you, Walt Whitman— / I have detested you long enough […] Now is a time for carving. We have one sap and one root —Let there be commerce between us". Joyce necesitó demasiada bilis para emular a Shakespeare. La bronca poética de Padilla tenía que ser hasta sus últimas consecuencias contra Lezama, la tradición toda, y no contra cantores y oradores de tribunas. Le asistía replantear hasta lo inusitado la tradición poética cubana, de la lengua.
(La incapacidad de patear círculos, Cubaencuentro, julio 2007)
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