Cabría preguntarse dónde y cómo fue colmándose ese pozo insondable del resentimiento de Guillermo Cabrera Infante. ¿Comenzó, quizás, en la loma de Gibara, antigua provincia de Oriente, en el rincón que fue su cuna, donde vivían los desventurados y míseros? Desde su desmantelado infortunio veía las casas de los ricos allá abajo, junto al nivel del mar, abanicadas por la brisa. Cabrera Infante inició allí un trauma de rebelde sin causa y generó un ambicioso anhelo de saltar de clase. Hizo rápido el camino desde sus privaciones extremas a la bien pagada opulencia de los traidores. Pudo haber repetido el idealista señalamiento de Scott Fitzgerald a Hemingway: "los muy ricos son diferentes a nosotros", disuelto por la seca aspereza hemingweyana: "sí, tienen más dinero". En su caso se añadía otro trauma más: habría deseado nacer con la piel blanca y los ojos azules de los privilegiados muchachos burgueses que jugaban junto al mar de Gibara, pero las marcas de su mestizaje las sintió como latigazos infamantes.
Un amigo le preguntó una vez por qué no utilizaba más, en sus cuentos, las experiencias de su estrecho inicio, y él respondió que la miseria dejaba un sedimento tal de amargura que no era buena siquiera para la literatura. No es la misma respuesta que habrían dado Erskine Caldwell, Rulfo, Gorki o Theodore Dreiser. En realidad, Cabrera Infante no estaba expresando su concepción de la literatura sino su codicia desmedida que ya comenzaba a manifestarse. Los días de Gibara tuvieron su final y la familia llegó a La Habana. Ha confesado que fue en un día de julio de 1941 cuando se mudaron a una cuartería, conventillo o solar de la calle Zulueta 408. De aquellas miasmas irrespirables de su pobreza se escapaba hacia un mundo de iridiscencia artificial, en las lentejuelas de los cabarés y las sórdidas amistades alcohólicas. Ese fue el germen de su fascinación con una óptica distorsionada de aquella Habana de bares, burdeles, celestinas y traficantes de la cual guarda aún una profunda nostalgia y ha dejado huella de indeleble melancolía en cuanta página escribe.
En La Habana Cabrera Infante fue corrector de pruebas y luego crítico de cine con el seudónimo de Caín, estupendamente escogido, dada su idiosincrasia. Fue un crítico irracional, extravagante y arbitrario que lejos de orientar al público se esmeraba en lanzar los fuegos artificiales de una erudición postiza. Cabrera había ascendido de corrector a crítico entonando cánticos de alabanza a las narraciones de Antonio Ortega, un exiliado español que fue director de la revista Carteles. Ortega hizo también a Cabrera Infante su secretario privado. Juntos pasaban largas noches en dulces conciliábulos mientras Caín le inventaba virtudes a la torpe prosa del español. En algún momento pensó que la pornografía podía ser un lucrativo negocio y Caín se inició en el género con un cuento de abundantes obscenidades que quizás podía traerle la prosperidad. Lo que le aportó fue la cárcel pues fue conducido ante el inflexible juez Mendizábal acusado de ofensas a la moral pública.
En calidad de crítico de cine fue enrolado en una maratónica excursión de invitados a Nueva York por Mike Todd a la premiere del filme La vuelta al mundo en 80 días. De aquel periplo glamoroso retornó más fascinado que nunca con la frivolidad y el cosmopolitismo como un lechuguino de aldea mareado con el encumbramiento ajeno: ya era el palurdo con ínfulas. El salto de la loma de Gibara a Manhattan fue de difícil asimilación. A su regreso confesó a cuantos quisieron escucharlo que no podría ya vivir sin la burguesía que embellecía el mundo con sus supercarreteras, sus supermercados, sus superiluminaciones.
Cabrera Infante iba alcanzando las típicas ambiciones del pequeño burgués: logró adquirir un auto convertible, un modelo feo y aporreado, pero era un descapotable, ¡al fin!, como el que poseían los blancos muchachos de sociedad. Alcanzó incluso cierta aceptación como cronista farandulero, que invariablemente hacía publicar desnudos junto a sus crónicas para atraer lectores. Y mientras los cielos se le abrían y un rayo de luz le iba a mostrar el rostro de Dios, llegó la Revolución y la escala de ambiciones que había construido se desplomó, en medio de una gran conmoción que él no podía comprender.
Cabrera Infante iba alcanzando las típicas ambiciones del pequeño burgués: logró adquirir un auto convertible, un modelo feo y aporreado, pero era un descapotable, ¡al fin!, como el que poseían los blancos muchachos de sociedad. Alcanzó incluso cierta aceptación como cronista farandulero, que invariablemente hacía publicar desnudos junto a sus crónicas para atraer lectores. Y mientras los cielos se le abrían y un rayo de luz le iba a mostrar el rostro de Dios, llegó la Revolución y la escala de ambiciones que había construido se desplomó, en medio de una gran conmoción que él no podía comprender.
Es probable que Cabrera Infante hubiese desaparecido muy rápidamente en el torbellino revolucionario de 1959; quizás se hubiese marchado del país en las primeras semanas después de la fuga de Batista de no ser por un antiguo amigo: Carlos Franqui, periodista que guardaba profundos resentimientos contra el viejo Partido Socialista Popular del cual había sido expulsado. Franqui había logrado subir a la Sierra Maestra durante la insurrección y con el triunfo de enero bajó revestido de autoridad política. Pretendió controlar omnímodamente la cultura en la nueva situación social que se estructuraba en Cuba. Desde el periódico Revolución, al cual se vio destinado, maniobró para situar a su protegido Cabrera Infante en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. Los viejos compinches se unieron en su ambicioso proyecto de dominar el establecimiento cultural. Cabrera duró poco en el Ministerio de Educación; su carácter ácido, irritante y hosco provocó su fracaso en aquellas funciones y fue despedido rápidamente.
Caín siempre fue un hombre de una escandalosa desinformación sobre problemas económicos e históricos. Mientras se atragantaba leyendo a William Faulkner -a quien plagiaba desembozadamente-, no podía dominar el análisis político. Siempre fue hedonista antes que racional: vivía por los sentidos y las emociones antes que por el juicio y el examen; era más intuitivo que deductivo. Marx y Engels sólo le servían para hacer chascarrillos y trabalenguas; Hegel era para él sólo un motivo de broma y equívoco. Con este lastre y sus pocas velas, es lógico que diese tropezones en un período de intensas conmociones sociales. En realidad, conocía mucho mejor la última moda veraniega que se usaba en Taormina que los índices de analfabetismo de Bolivia.
En aquellos tiempos no cesaba de hacerse pasar por un superradical. Gracias a la presiones de Franqui, Caín logró ser incluido en la delegación que acompañó a Fidel Castro en sus viajes por América Latina y Estados Unidos en 1959. Muchos lo recuerdan todavía en aquel avión disfrazado de jacobino, acercándose a los nuevos gobernantes para aconsejarles que se prohibiera la entrada en Cuba de ciertos libros, que se evitara la discusión de ciertas corrientes filosóficas y salpicando su diálogo con frases de Saint Just.
Uno de los primeros organismos culturales que se creó después del 59 fue el Instituto del Arte y la Industria Cinematográficos (ICAIC) y allí también intentó Caín introducirse para saciar su apetito de poder. Alentó pugnas, introdujo rivalidades, pretendió el control del incipiente organismo y su gestión fue disolvente y estéril porque intentó convertir la base potencial del nuevo cine en un feudo personal. De allí también fue expulsado para que el organismo recuperara su salud.
En abril de 1959 Franqui y Cabrera Infante fundaron el magazine Lunes de Revolución, como un suplemento cultural del periódico, y pronto se convirtió en un azote de la cultura cubana. Todo aquel que no se sometiese a las pretensiones hegemónicas de Caín era zarandeado. José Lezama Lima se vio brutalmente embestido. José Ardévol y sus seguidores también sufrieron acometidas. Ardévol había sido un pionero en la introducción de técnicas novedosas de composición y un maestro en la continuación de las tradiciones musicales cubanas. También poseía un pecado imperdonable: había sido generoso en sus limosnas a Cabrera Infante, quien en más de una ocasión sació su estómago vacío en casa del maestro catalán posando como admirativo aprendiz de arte. Muchos intelectuales que no eran revolucionarios, pero que tampoco se oponían a la Revolución, fueron ofendidos por Caín en su desaforado intento de hacer carrera con su extremismo.
Pero las cosas iban cambiando en Cuba. Los viejos enemigos de Franqui, en el antiguo Partido Socialista, se acercaban peligrosamente al poder y a Caín se le ocurrió un excelente ardid para dificultarles el camino: resucitó el fantasma del estalinismo, se erigió en campeón de la libertad amenazada; nada podía hacerle perder el monopolio omnipotente que pretendía instaurar. Fabricó un incidente para causar alarma entre los intelectuales con un documental intrascedente, titulado PM, que mostraba a cierto lumpen en sus diversiones nocturnas. Fue tal su atizamiento de las dudas que fueron necesarios varios diálogos en la Biblioteca Nacional para lograr alguna certidumbre en el próximo devenir.
Lunes tuvo algunas virtudes, alentadas por otros intelectuales que también contribuían a su elaboración, pero Caín impulsó el esnobismo y sustituyó la transculturación por el mimetismo. En lugar de servir una puesta al día de la esclerótica cultura heredada dedicó parte de sus energías al ataque festinado, la tontería exótica, la crítica caprichosa. Si se analiza el papel de anteriores publicaciones cubanas como la Revista de Avance, Social, Orígenes y podemos remontarnos hasta Cuba Contemporánea y la Revista Bimestre Cubana, casi todas han servido al desarrollo social en tanto que Caín intentó que Lunes fuese la primera revista cultural que sirviese de dique a un río desbordado para servir su afán caudillista.
En noviembre de 1961 desapareció el suplemento y con él se eclipsó la última base de poder que le restaba. Con él naufragó su avidez maniobrera, su calculadora apetencia de convertirse en el mandarín supremo de la cultura cubana. Franqui obtuvo que se le enviase de agregado cultural a la embajada cubana en Bruselas. Con motivo del fallecimiento de su madre, Cabrera Infante retornó a Cuba en 1965, por escaso tiempo, y él, que se había criado en la miserable loma de Gibara, súbitamente descubrió el subdesarrollo y se espantó porque el Malecón estaba despintado y porque en los jardines del antiguo barrio aristocrático del Vedado colgaban ubérrimos racimos de platanos en lugar de florecer las rosas. Confesó esta letanía esteticista al diario Primera Plana de Buenos Aires, y a quienes la leyeron -no sólo en Cuba- su voz sonó tan desubicada como la de María Antonieta reclamando su polvera el 14 de julio. Parecía el listado de quejas de un señorito al que no dejan dormir en una mañana de domingo. Recuerdo la estupefacción, expresada por escrito, de David Viñas, Manuel Rojas y Rodolfo Walsh ante tanta frivolidad inconsistente.
Se marchó del país decidido a seguir el rentable camino de los apóstatas, de someterse a la nueva Roma que le pagaría magníficamente su traición. Su alejamiento de su raíz le agudizó un desequilibrio mental que desde mucho antes se venía manifestando. Fueron necesarios múltiples electro-shocks, pero ni siquiera con eso se le extirpaba su obsesiva malevolencia. Siguió entrometiéndose en la vida privada de muchos con una anonadante falta de escrúpulos y una demostrable mendacidad. Continuó injuriando y caricaturizando a Lezama, a Calvert Casey, a Virgilio Piñera, que había sido su cercano colaborador.
Entretanto la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos lanzó otra de sus empresas para influir en el área cultural, la revista Mundo Nuevo, y Cabrera Infante no sólo se convirtió en uno de sus asiduos colaboradores sino que en el número 14 de la publicación apareció como su corresponsal en Londres. A partir de ahí comenzó una inexplicable, poderosa, irresistible ascensión hasta elevarlo a niveles propagandísticos similares a los de un detergente o un cantante de rock. Su objetivo había sido logrado aunque el costo fuese fáustico. Disfrazado de actor secundario en un filme de la serie de Charlie Chan: diminutas gafas oscuras, chorreado bigote asiático y aire de bilioso enigmático, Caín comenzó a recorrer el mundo aupado por sus poderosos promotores; se sintió realizado, podía pontificar. Para él Nicolás Guillén no era más que un redactor de letras de canciones a quien "las hordas del Partido Comunista" habían convertido en gran poeta. Afirmaba que Claude Couffon renegaba en privado de Guillén, invirtiendo los elogios que hacía en público. Hasta llegó a asegurar que Couffon había falseado los términos de una entrevista que le hiciera. Alejo Carpentier era, según Caín, el "pájarobobo de la literatura cubana" y solamente había sido publicado y elogiado en Francia gracias a su vieja amistad con Raymond Queneau. Labrador Ruiz y Enrique Serpa, escribió en sus cartas, no eran más que mediocres zurcidores de esperpentos. Se mofaba de Severo Sarduy llamándole "La Grande Severine", por un restaurante homónimo que existía en París. De su amigo Juan Goytisolo afirmaba que su publicación en Gallimard se debía a su relación amorosa con la poderosa editora de esa casa, Monique Lange,ya que la prosa de Juanito era bastante chata. Sobre las visitas de Graham Greene y Jean Paul Sartre a Cuba decía: "esas gentes visitan cualquier cosa con tal de tener un tema de qué hablar".
En enero de 1971 sostuvimos un encuentro del Consejo de la Revista de la Casa de las Américas con Cortázar, Vargas Llosa, Benedetti, David Viñas y Emmanuel Carballo, entre otros. Durante cuatro días intercambiamos opiniones que por momentos se hicieron muy antagónicas. Cortázar informó del proyecto de revista que se llamaría Libre. Se había discutido durante un encuentro en su casa de Avignon. Recuerdo el énfasis que puso Julio Cortázar al negarse a la participación de Cabrera Infante en aquella empresa. Rechazaba su enconada agresividad; ya era ampliamente conocido el alcance ponzoñoso de su resentimiento.Las novelas de Cabrera Infante están compuestas de narraciones truncas, prosa inconclusa sazonada con ejercicios de pastiche, parodias acrobáticas, laberintos innecesarios, pésima sintaxis, supercherías, comadreos de aldea, bromas escuchadas. De no ser por los poderosos intereses que lo protegen sería un mediocre crítico de cine en Aberdeen, quizás en Manchester. Porque no ha logrado comprender que su acumulación verbosa y deshumanizada no es verdadera literatura, que la pedantería sólo revela al meteco inculto; que las piruetas de léxico y el humor de segunda mano fueron utilizados mucho mejor que él por Jardiel Poncela y W. Fernández Flores y que James Joyce es diferente a Gómez de la Serna porque poseyó una concepción del mundo y del lenguaje.
Todas las modas son perecederas; los únicos libros que perduran son los que se hacen con autenticidad humanística y de eso hay poco en sus fuegos de artificio que lo han conducido a la desintegración creativa. De ejercicios de estilo está lleno el desván de la literatura. Cabrera Infante no escapará al olvido en que se sumergerá la mayor parte de su obra cuando queden atrás en la historia las pugnas políticas que le han servido de trampolín. Ese será el final de su aventura.
(La casta de Caín. La Gaceta de Cuba, junio 1994)
No comments:
Post a Comment