Si como artistas aplaudimos con ardor el triunfo que sin disputa ha conseguido el Sr. Milanés sobre tan célebres escritores, aisladamente como hombres sensibles, le acusamos por las desagradables emociones que nos ha hecho sufrir, desenvolviendo con verdad tan cruel un argumento terrible y desgarrador de suyo. No pertenecemos nosotros a esa clase de hombres intolerantes que quisieran ver en cada escritor un misionero, en cada escritor una filípica de pudicicia y religión; pero deseamos encontrar en cada obra y sin dificultad un principio útil, un fin moral que recompense en algo el trabajo del que lee o escucha, para que no le quede el recuerdo de un placer vago que gozó, para ver llenado los deberes del que escribe. Esa tendencia que no percibimos claramente en El conde Alarcos, y que con tan vivo entusiasmo hemos ensalzado en todas las anteriores composiciones del Sr. Milanés, creemos que falta hoy por la aridez desencantada del argumento, y por la necesidad en que se hallaba de hacer original un asunto tratado ya por dos bizarras plumas.
(La Siempreviva, 1838)
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