He leído cuentos, centenares (por exagerar y no por penitencia), salidos de ese molde de yeso que alguien se ha dado en llamar “Taller de técnicas narrativas” y, lo peor, he escuchado frases como estas: “un cuento al estilo del taller del Chino Heras”, y no les falta razón, no sólo porque Eduardo Heras León promueva con su polémico taller de técnicas narrativa tales enjuiciamientos, sino porque ciertamente una buena parte de los egresados padecen de una “intoxicación post operatoria” que les impide librarse de las más tentadoras fórmulas ejercitadas en la escuelita (debiera decir “instituto”, pues, vivir para verlo, pronto entregarán diploma y anillo de graduado). Quien ha sido jurado de algún premio nacional en los últimos tres años ha podido comprobar que es muy fácil identificar a un tallerista: regla número uno, quirogianos hasta el suicidio; regla número dos, adoradores de Hemingway y fabricantes de iceberg hasta convertirse en esquimales del trópico o en patéticos pescadores de sardinas; y no mencionemos una tercera, el afán paleontológico cuando les da por imitar la broma no entendida del dinosaurio de Monterroso. Y mientras se trate de uniformidad, iremos bien entonces.
No sucedería lo mismo si escucháramos decir de boca de un ex alumno (he conocido a algunos de Granma y Santiago de Cuba), que “gracias al taller del Chino, ellos (los de provincia) han podido darse a conocer porque siempre se les había negado la posibilidad de ser publicados en revistas como La Gaceta de Cuba o de participar de ciertos foros”. (Y ahora lanzo mi bola) ¿Realmente Heras León ha venido a resolver un problema, a llenar un vacío? Una respuesta positiva a mi pregunta podría llegar a convertirse en una ráfaga (mortal) de verdades irrefutables. He escuchado algunos “sí” en varias ocasiones, incluso con argumentos que me hicieron creer que la realidad era así de sencilla: el Chino llegó y todos fueron felices y comieron perdices.
En opiniones como esta, el verbo del mal crítico —la verbosidad— se habrá hecho carne. Sería una prueba de que el comodín que han fabricado ¿ingenuamente? nuestros críticos más perezosos, ha comenzado a hacer efecto, puesto que, en un grato análisis, en principio habría una crisis (oportuna crisis), la de siempre, donde no existe la narrativa joven cubana o, si existía, lo hacía de un modo precario con tendencia a la extinción; y, para el final feliz se reserva la llegada de un Mesías, Eduardo Heras León, quien colocaría en nuestras manos las herramientas y la táctica para el gran salto, con el cual, dentro de unos 15 años (cálculo conservador) podremos aspirar a un Nobel, aunque nos conformaríamos con otro Cervantes, aunque fuera así de pequeño.
¡Por favor!, ¿de qué materias ridículas estaríamos hablando? No tengo nada en contra de los talleres, los celebro y los canto, pero coloquemos el de Heras en el lugar que le corresponde, ni más arriba ni más abajo. ¡Dejemos de pensar la literatura cubana como un proceso de extinción-resurrección donde un San Jorge nos libera de las fauces de la bestia, y donde, ante una crisis dibujada, irreal (sabrosa y bendita crisis que nos hará escribir cada día mejor) erigimos como respuesta un taller supremo (dotado con “todos los hierros”)! Tal mecanismo (el de la resurrección por la voluntad de un mesías literario) pudiera ser muy excitante para una conferencia en Turquía, pero dejémonos de tanta modorra intelectual y pensemos, sobre todo eso “pensemos”, que nadie ha venido a salvar nada. Todo ha estado ahí (como el dinosaurio de Monterroso), y el taller del Chino, de no ser por la alharaca que lo promueve o por la cobertura y el apoyo que ha tenido en detrimento (¡qué pena!) de otros (provincianos o no), sería uno más y no precisamente de los mejores en cuanto a propuestas reflexivas sobre el acto escritural.
Otros espacios similares, pero no tan famosos, a pesar de carencias económicas, esplendores o crisis, se han mantenido, a la sombra de una modesta casa de cultura de un municipio modesto, orientando lecturas, despertando el interés por la literatura (sí, por la LITERATURA, y no por el mero oficio de redactor de relatos). (Literatura es pensar el mundo, no hacer pasarelas como Naomi Campbell.) La técnica entrará por los ojos mientras leemos como posesos, y esta fórmula la he tomado —y no hay otra verdad— de otros profesores de talleres literarios que, hoy, ignorados o despreciados por discípulos amnésicos y por un periodismo y una crítica ciegos, tautológicos, irreflexivos (¿por ignorancia o por voluntad?), parecen extinguidos.
(¿A la escuela hay que llegar puntual? Cubaliteraria, mayo 2006)
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