Le decían El flautista o La monja,
pues la imaginación de aquella vecinería ponía motes a ras de parecidos y
visibles preferencias. Sus rubios amiguitos, más suspiradamente sutiles, le
llamaban La margarita tibetana, pues
en alarde de bondad enredaba su afán filisteo de codearse con escritores y
artistas. Era de un pálido de gusanera, larguirucho y de doblado contoneo al
sentir la brisa en el torcido junco de sus tripillas. Chupaba un hollejo con
fingida sencillez teosófica y después guardaba innumerables fotografías de ese
renunciamiento. Pero los que lo habían visto comer, sin los arreos teosóficos,
se asombraban de la gruesa cantidad de alimentos que podía incorporar,
quedándole por su leporina longura una protuberancia, semejante a la hinchazón
de uno de los anillos de la serpiente cuando deshuesa un cabrito. Cuando con
pausas y ojos en blanco parloteaba con uno de esos escritores a los que se
quería ganar, estremeciéndose falsamente le cogía la mano para hacerle la
prueba o timbre de su simpatía por las costumbres griegas. Si le aceptaban el
lance decía: —Yo lo quiero a usted como a un hermano—. Pero si temía que su
habitual cogedera manual engendrase comentos y rechazos, posaba de hombre de
infinitud comprensiva y de raíz sin encarnadura. Pero era maligno y perezoso, y
sus padres, que lo conocían hasta agotarlo, lo botaban de la casa. Entonces se
refugiaba en la casa de un escultor polinésico, que cada cinco meses regresaba
para venderle —eran esculturas de un simbólico surrealismo oficioso, que
escondían las variantes de argollas y espinas fálicas de los tejedores de Nueva
Guinea— a un matrimonio norteamericano, incesantes maniquíes asistentes a
conciliábulos tediosos, que poseían una vaquería sanitaria y sus derivados de
estiércol químico. En esas reuniones, Martincillo, ladeando las guedejas con
provocada inocencia, trataba de colocar dos o tres citas sudadas, diciendo que
Plutarco nos afirmaba que Alcibíades había aprendido el arpa y no la flauta,
porque temía que se le desfigurasen los labios, y que por eso, venganza
propiciada por Apolo, tañedor de la de siete agujeros, el día antes de su
muerte había soñado que le pintaban la cara de mujer. Martincillo era tan
prerrafaelista y femenil, que hasta sus citas parecían que tenían las uñas
pintadas. Estaba por la noche en casa del escultor, que le mostraba unos
carreteles churingas, cuando empezó a llover con relámpagos de trópico. De
pronto, el polinésico, turbado por su deseos, comenzó a danzar con convulsiones
y espasmos, y su pelo se le tornaba en estopa fosforescente. Picado tal vez por
el azufre lejano de uno de aquellos relámpagos, se le escapó de su cuerpo una
lombriz, que como una astilla se encajó en lo blando del prerrafaelista
abstracto. Por la mañana, Martincillo, incurable, con una pinza procuraba
extraerse la posesiva lombriz.
(Paradiso, capítulo II)
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