“Orígenes” es el instante de
nuestro mal gusto más acentuado, es la comprobación de nuestra ignorancia
pasada, es la evidencia de nuestro colonialismo literario y nuestro servilismo
a viejas formas esclavizantes de la literatura. No es una casualidad que las
palabras, el vocabulario de esos poetas tenga siempre una reiterada alusión
monárquica: Reino, corona, príncipe, princesa, heraldos...
¿Qué
príncipe nos blande uno a uno?
¡Oh Lúcidos
heraldos…! (Vitier).
Cintio Vitier, el poeta que más refleja y
sufre la influencia de Lezama, confesaba ya en 1948: “…mi escritura solo sabe
crecer por círculos concéntricos. No se me escapa el peligro que ello entraña…”
y más adelante confiesa: “siento que este instinto de cerrar sin duda impide en
ocasiones algo más viviente y libre…” Exégeta de sí mismo vaticinaba su
impotencia para conquistar su propia voz, ahogada por el peso de la retórica de
Lezama. Cuando al final —queriendo cerrar una etapa de su poesía— escribió sus poemas
El Hijo Pródigo y Canto Llano, pudimos comprobar que toda la aparatosa verba de
sus poemas iniciales encubría una sensibilidad al estilo del último Florit, de
Neruda y Gabriela Mistral.
Diego —de indudable talento literario—
pretende reconstruir una zona inexistente de nuestro pasado, un colonialismo
sin altura que lo llevó a remedar a un Jorge Luis Borges tropical, pero más
opulento.
Smith no ha insistido más en la poesía, como
tampoco lo ha hecho Gastón Baquero —de tan ingrata recordación.
Y Angel Gaztelu se ha devuelto a una poesía
rural, sin fuerza; Virgilio Piñera, anulada su intuición poética por el impacto
de Lezama, cuando quiso encontrar su voz tuvo que recurrir a otros géneros
literarios. Fina García Marruz en el anti-Lezama. García Vega nunca fue un
poeta y hay un consenso general en el hecho. Justo Rodríguez Santos fue siempre
un preterido. Cintio Vitier acabó por sacarlo de su última antología.
¿Qué queda, pues, de Orígenes? ¿Dónde está
el gran libro de esa generación? ¿Dónde están la “originalidad y madurez de
ciertos frutos obtenidos”? ¿Dónde está el resumen, después de veintidós años de
tarea (comienza con Espuela de Plata en 1937, sigue con Verbum, 1939 y culmina
en Orígenes 1946) de “uno de los movimientos espirituales más ocultos e intensos
de nuestra América”, dedicado a “todos aquellos a quienes interese la expresión
más perfecta, el cuerpo más trascendente y puro, en su angustia y su alegría,
de nuestra patria…”?
No hay nada. Entre el fracaso de los conatos
revolucionarios de 1933 y la crisis que culminó en la única revolución que
hemos conocido hay un vacío pesando sobre la obra de creación, anulándola. Sin
clarividencia para entender su realidad, víctimas de un drama nacional que los
rebasaba, impotentes para establecer profundas resistencias, diez poetas se
reunieron para edificar y modelar una muerte sin grandeza.
A los nuevos poetas ese ejemplo debe
servirles de mucho. Si ahora, al volvernos a los libros que en nuestras
adolescencias plantearon interrogaciones, que alimentaron nuestra crisis y hoy
nos lucen inofensivos, es porque el vuelco de nuestra realidad social los ha
hundido en el vacío y el olvido.
¿Qué poema puede escribir hoy Lezama que no
recuerde su vieja voz, hueca y grotesca? ¿Qué poema puede publicar Vitier que
sirva en su más honda significación? ¿Qué alegría puede proporcionarnos la
rúbrica “Orígenes” si es el recuento de lo ingrato de nuestro pasado, cuando
nos desgarrábamos buscando una voz que querían torcer los cantos bobalicones de
unos hombres que ambicionaban constituirse en maestros?
La poesía que ha de surgir ahora en un país
nuevo no puede repetir las viejas consejas de Trocadero. El poeta que exprese
su angustia o su alegría tendrá una responsabilidad por vez primera; al canto
gratuito habrá que oponer una voz de servicio. A la retórica desmedida, un aliento
físico, esencial.
(La poesía en su lugar. Lunes de Revolución, diciembre 1959)
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