Algo así me ha provocado nuestro último encuentro, tan desafortunado. Y no porque me permitiera comprobar lo que ya era vox populi entre los numerosos testigos de tu conversión, sino porque esa breve charla me trasmitió la sospecha de que también tú te sentías un poco incómodo con ese personaje al que te has aficionado; como alguien que después de probarse un traje de época decide que le queda muy bien —demasiado bien, tal vez-— y sale a la calle para convencer a los demás de que están en un error vistiendo como lo hacen.
Hay algo burdo y bufonesco en esos gestos, que ya no son los del fool shakespeareano, lúcido en el sarcasmo. Siempre has tenido sentido del humor, pero ahora tus chistes son menos sutiles, y tu arrogancia, apenas encubierta por sonrisas beatíficas, constantes invocaciones a la divinidad y algunas boutades proporcionales en escándalo a tu falta de lecturas, delata a quien se halla en posesión de una certeza o, al menos, garantía, demasiado valiosa para ser sometida a discusión.
Esa imagen, doblemente chocante en alguien que presume de espiritualidad tan ecuménica, me obliga a desempolvar varias fotos de época, fechadas cuando tu inteligencia iba acompañada de singular irreverencia y tu presunción quedaba respaldada por el esfuerzo de una escritura lograda. Eso sí: no recuerdo que te mostraras satisfecho por los términos en los que aquella realidad se enmarcaba. Al contrario, uno de los supuestos de nuestra amistad era la certeza de vivir en un mundo cuyos signos de pobreza (física y espiritual) evidenciaban una catástrofe política, un estado de cosas que podía (y debía) cambiar. Lo cual me lleva, inevitablemente, a aquellas madrugadas de 1989 en tu casa de la playa: varios amigos empeñados en redactar un panfleto disidente que cumpliera, al menos, con los rigores de la gramática.
Entre aquellas personas que, cansadas de la hipocresía circundante, decidimos "meternos en política" parecía lógico que se estableciera una solidaridad a prueba de circunstancias. Y más cuando en la hora incómoda de las firmas nuestros protagonistas constataron la desconfianza, el desdén y la creciente hostilidad de sus propios colegas, en los que suponían mayores dosis de lucidez o de entereza. Casi todos tenían demasiado que perder, lo cual habla del recurso del miedo y de un estado de cosas (político, moral, literario) que ahora pareces empeñado en identificar con el summun bonum o con el mejor de los mundos posibles. Tu reciente panglosianismo sustituye, entonces, a la antigua soberbia, pues algo había de pecado original en aquella insistencia por corroborar el miedo ajeno; el miedo, incluso, de los más próximos, y ripostar de antemano sus justificaciones, su distancia ante algo que, sin duda, les cambiaría la vida.
¿Nos la cambió a nosotros? Supongo que sí, que aquel libelo bajo el cual juntamos apenas un puñado de nombres nos cambió un poco la vida. Creo recordar que te expulsaron del trabajo, no te dejaron publicar durante un tiempo, te invitaron a quedarte en el extranjero y un buen día llegaron a tu casa, por sorpresa, para que cumplieras con el Servicio Militar pendiente en algún campamento poco bucólico. Son cosas con las cuales uno puede llegar a reconciliarse. Más difícil resulta, creo yo, descubrirles el lado edificante.
Anécdotas aparte, lo que sí parecía eterno, incluso en la distancia, era nuestra amistad, probada aquellos días en que aceptábamos dignamente el papel de apestados. No era una época fácil para ninguno de nosotros. Sin embargo, nuestra alegría interior, la chisporroteante convivialidad de tres o cuatro afinidades electivas, tenía su origen, o al menos eso creía yo, en una fe literaria a salvo de ninguneos o prebendas oficiales. En aquel lugar y en aquel momento nos resultaba imposible separar vida y literatura, dos caras de una moneda todavía en el aire, aunque ahora tú decidas mirar hacia otra parte suponiendo, como has dicho, que la literatura por sí sola no basta. Ese cambio de fe ha conmovido, por fuerza, una amistad pedagógica, nuestra philía edificada bajo el signo de la paideia.
Detallar mutaciones progresivas y, sobre todo, atreverse a calificarlas de inevitables, de hijas más o menos legítimas de las circunstancias (la imperiosa necesidad de un lugar después de tanto silencio, el exilio impuesto o voluntario de tus viejos amigos, la disyuntiva moral de una ambiciosa poética; eso que, en fin, los antiguos llamaban “un destino”) sería una empresa larga e incómoda para ambos, y más ahora que prefieres otras formas de juicio, otras ordalías en que lo autobiográfico queda confinado al desván de las frivolidades. Sin embargo, también hay frivolidades en nombre del espíritu, y ahí tienes el ejemplo de quien predica desde un estercolero inapelable creyéndose a salvo de los males del mundo.
Permíteme, entonces, que aproveche esta carta pública para recordarte que el pathos de lo confesional es un invento agustiniano que no desmerece la Ciudad de Dios. Al colocar la pregunta por la amistad en un espacio moral no hay más remedio que rastrear lo autobiográfico, pues las precarias certezas que estos asuntos suscitan siempre tienen que ver con el ego, ese mismo ego, irónico y sarcástico, al que debes tus mejores poemas. En esa pecaminosa Cartago, nunc delenda, leí con placer tus "Contribuciones rudimentarias a una idea de nación", lúcidas sugerencias a un cubano que se entrena(ba) “para la diversión o para la amnesia”. Ahora prefieres preguntar a tus contemporáneos cuál es su idea de la Revolución y cuál su compromiso con la cultura letrada, con el gesto imperioso de quien deshace ostensibles equívocos. Pero sospecho que en aquel momento te hubieras burlado de una ecuación tan simplista como esa que arrojas al pasto de lo opinable: Revolución+Cultura=Tradición.
El proceso por el que formulas esas preguntas para acto seguido dar respuestas previsibles y desarrollar un alegato inconsistente ejemplifica, creo, un equívoco moral, ese que designamos con el término “cargarse de razón”. Implícito está que quien se carga no es quien hace algo, sino alguien que permanece inmóvil mientras los otros, esos antiguos amigos tuyos que renegamos de la Revolución, añadiendo torpeza sobre torpeza, error sobre error, injusticia sobre injusticia, nos convertimos en el motor que te suministra potencial ético. Ninguna evidencia más segura podría haber de la realidad psicológica del fariseísmo (mecanismo moral definido por Weber como “construcción de la propia bondad con la maldad ajena, o utilización de la moral como instrumento para tener razón”) que esa expresión tan castiza que conlleva la adquisición de un derecho sobre el otro. Sin mayor justificación, por ejemplo, te arrogas el de aleccionarnos con el lezamiano hoc age: sean revolucionarios radicales; es decir, participen de la razón poética, es decir, hagan zazen.
Tu indignación merece una respuesta pública, aunque hables de un libro que en Cuba no circula o de gente que no puede responderte allí donde los atacas. Mi idea de la Revolución, si en realidad te interesa, es que ha encubierto su funesto destino de sacrificio moderno con el ropaje de la renovación espiritual. No me siento en deuda, como al parecer lo estás tú, con una revolución que dividió a mi país, que usó la buena fe de un pueblo para empujarlo a una apuesta revanchista en nombre de la redención. Fue precisamente un revolucionario profesional –el más espiritual de los guerrilleros– quien proclamó la idea del revolucionario como aprendiz del odio: “Odio como factor de lucha, odio intransigente al enemigo, odio capaz de llevar al hombre más allá de sus límites naturales y transformarlo en una fría, selectiva, violenta y eficaz máquina de matar”. Aunque has mencionado muchas veces al autor de la cita, lamento que nunca te hayas ocupado de esa terrible metáfora. El caso del Ché Guevara es un excelente ejemplo de cómo el fariseísmo puede corromper la médula de un cambio social, de cómo la seducción del sacrificio desemboca en catarsis y favorece ese sentimiento de estar acumulando un capital moral con el que ahora pareces identificarte.
Lo más interesante del Mal, decía Joseph Brodsky, es el hecho de que sea absolutamente humano. Por eso las nociones de justicia social, conciencia cívica, un futuro mejor, etc, pueden ponerse al revés sin mucho esfuerzo y ser usadas con fines repugnantes. Eso que tu displicencia etiqueta como “la cultura de los libros” nos protege del Mal, cuyo nombre es legión y cuya mascota favorita suele ser la pureza ideológica. Los buenos escritores advierten de la obscena atracción del número y fomentan el individualismo, la libertad de pensamiento, la singularidad. En cambio, aquel “sueño de un mundo sin dinero y sin clases” se ha convertido hoy en un catálogo de profundas frustraciones. ¿Acaso el socialismo le ha restituido al hombre su esencia? ¿Podemos seguir incluyéndolo en la omnicomprensiva historia del humanismo? Es la cultura de los libros, supongo, la que nos permite mantener un margen de duda razonable sobre tus demasiadas certezas.
"La necesidad de equilibrio entre tradición y revolución –afirmas– requiere del intelectual un ejercicio imaginativo que rebase los lugares comunes del desencanto y la ironía de salón, del escepticismo sin rigor filosófico ni compromiso con el destino humano, del cinismo sin espíritu de renuncia ni distancia crítica y, en fin, de la crítica sin generosidad".
Puestos a hacer listas, habría que agregar a tu elenco de peligros el misticismo del converso, esa huida hacia adelante, ilustrada por la división entre "intelectuales" (seres librescos) y "poetas" (criaturas auténticas). Los representantes de esa revolución esencial a la que aludes se han rodeado de una abigarrada cohorte de eunucos, tan llenos de buena fe como incapaces de criticar el mundo mezquino que los rodea. El caso más lamentable es el de tu maestro y mentor Cintio Vitier, quien ha dedicado mucho tiempo a redactar una vulgata para tiempos de reafirmación patriotera, con la que ilustra, de paso, su alegría por haber sido testigo del Ser encarnado: "Tampoco puedes renunciar a los momentos –confiesa en alguna entrevista–, como fue aquel de enero de 1959, en que el Ser asoma. Sencillamente asoma, no se establece, pero asoma. Y es una compañía muy grata. Es algo que se siente, que no puede convertirse en dogma, en doctrina; y que lo siente el letrado y el iletrado".
Vitier ha sido claro, casi tajante, en su condición de nuevo intelectual orgánico, iluminado por el revival del nacionalismo mesiánico. Tú, en cambio, pareces estar en una cuerda floja: arrastrada por un servil “vitierismo”, tu poesía paga culpas ajenas, empieza a volverse adusta y previsible, al tiempo que tus ensayos más recientes (“El dojo zen en La Habana”, “Glosas al padre Gaztelu” y, sobre todo, esos sorprendentes “Estudios a partir de Lezama”) se trocan en indiscriminados catauros de citas y medias verdades.
El reciente alegato que dedicas a tus contemporáneos se complace en menospreciar la cultura entendida como frivolidad, “como mero capital o divertimento ad usum delphini”. La literatura debería haberte enseñado no sólo a respetar aquello de lo que nos reímos, sino también a reírnos de lo que se respeta. Me cuesta creer que hayas olvidado aquella advertencia de W. H. Auden que me citaste alguna vez: “Es posible que el campesino juegue por las noches a las cartas mientras que el poeta escribe versos, pero hay un principio político que ambos apoyan y éste es que entre la media docena de cosas por las cuales un hombre de honor debe prepararse para morir si fuere necesario, el derecho a jugar, el derecho a la frivolidad no es el menos importante”.
Te propones de outsider, de partícula reacia a suscribir la idea de un Estado omnipotente. Pero opinas que lo radical tiene que ver con un “fluir silencioso”, lo cual casi te mimetiza con la naturaleza. Me deja estupefacto, lo confieso, tu desmentido de que en Cuba “el intelectual plenamente crítico sólo puede ubicarse en la marginalidad, la disidencia o el presidio”. “Sabemos que no es de rigurosa obligación operar con el Estado ni a su favor” –alegas. Un posible desmentido a esos patéticos amagos de filosofía política podría ser la cínica claridad de Humpty Dumpty: “No es el sentido de las palabras lo que importa; lo que importa es saber quien manda”. Sobre este asunto (místico, político y literario), te invito a consultar la posición de Constantino a propósito de la omoousía. O a indagar qué pasó con tantos amigos tuyos que decidieron independizarse del Estado.
Del otro lado de tu maniqueísmo asoma el estigma del mercado para impugnar a quienes optamos por irnos de Cuba. Para ese club al que regalas la exclusiva del cinismo, tu idea de un capitalismo imperial (¿o debo escribir KAPITALISMO?), interminable lista de siglas y tópicos, resulta bastante caricaturesca. Tiene algo de arielismo beisbolero, pasado por Toni Negri y Noam Chomsky, más cinco o seis metáforas antinorteamericanas que Vitier le copió a Juan Ramón. Deberías volver a Marx, un pensador más serio, que al menos intentó la ontología del flagelo mundial. En resumen, la tuya me parece una posición insostenible, frívola, que evita la esencia del asunto. Niegas que alguien pueda ser programado para vivir en el comunismo (y en eso tienes razón), pero sí crees en el capitalismo programador, esa danza de espectros. Hoy, cuando ese mercado vende también numerosas figuras de anticapitalistas y antiglobalizadores, tú decides alinearte con quienes repudian un “arcaico cosmopolitismo imperial, empeñado en la transmisión mediática de miseria espiritual y avidez material”. Hay algo pueril e irresponsable en ese jueguito de sostener que el capitalismo es por fuerza enemigo del espíritu, algo así como la dictadura del materialismo adinerado, donde a duras penas nos topamos con alguna idea que no provenga de la London School of Economics. Me siento un poco ridículo recordándote que ese mismo capitalismo ha hospedado una tradición espiritual y un cuerpo de Derecho donde se reconocen libertades que tus conciudadanos no tienen derecho a defender en la plaza pública.
Luego está el tema Orígenes, la arrebatiña por la herencia de Orígenes, un legado, aseguras, aún pendiente. En efecto, Orígenes no ha sido asimilado. Permíteme decir también que lo que has escrito sobre el tema no contribuye a esa asimilación. Tras esa pared de glosas, Lezama se evapora; a la manera de Garcilaso, que, convertido en pastilla de incensario, se esfumaba con efectos no previstos por sus contemporáneos.
En tus notas a veces regresan el espíritu y la letra de Lezama. Pero no vienen juntos: ahora son fantasmas enemigos, hermanos hoscos tras los que adivinamos una historia de traiciones. Una historia turbia, de la que empezamos a desconfiar cuando Lezama, el Venerable, se convierte en Beato: un “mito” en el sentido más vulgar del término. La estetización de la ruina Lezama, “restaurada” hasta convertirlo en muñecón de una política cultural con sospechosa urgencia de “raíces”, resulta doblemente patética, pues lo devuelve a ese entorno folklórico de los años 30 y 40, que él mismo rechazó como la peor representación de “lo cubano”.
Deberías preguntarte por qué Vitier se empeña en convertir a Lezama en ideólogo revolucionario. Pero como discípulo obediente, repites la mentira del magister: lo que Vitier entiende por “encarnación histórica de la poesía” no es otra cosa que un estado revolucionario (“Estado operativamente jurídico, pero sobre todo, es lo esencial, protoplasmáticamente histórico” –precisará en otra parte, anunciando la revolución infinita de tu artículo). Gracias a esa burda manipulación, la herencia de Orígenes, prestigioso legado en litigio, queda en manos de su vicario: una Revolución concebida como “Estado protoplasmático”.
Para Vitier, la tradición cubana es una pastorela en la que celebramos siempre a los mismos actores: Luz, Varela, Martí, Lezama, padres fundadores de la Revolución de 1959. En los últimos años le ha dado por repetir que en la literatura cubana no hay generaciones, que los verdaderos creadores sólo deben aspirar a pertenecer a “la generación de José Martí”, administrador excelso de nuestra poiesis. De alguna manera, tú le das la razón en ese desvarío. Al convertir a Orígenes en un “estado de concurrencia” protoplasmática te sumas a la comparsa de su mistificación e igualas la realidad y el deseo en un falso continuum. Porque la mistificación primero forma un magma intemporal, donde lo mismo cabe Buda que Lezama, Fidel Castro, el Ché Guevara, la alquimia o el Zen. De esa mezcla salen luego los vapores corruptos de la “razón poética”, la obsesiva presencia del infinito y la soberbia del Poeta empeñado en instaurar su “reino”, en cambiarnos la fede por la sede. Como si escribir poesía no bastara, como si la poesía debiera ir más allá de la escritura para “realizarse” en alguna empresa de redención, que, en realidad, terminará desfigurándola, reduciéndola a una alabanza y ocultando el digno rostro del poeta bajo una casulla prestada.
(Epístola moral a un revolucionario Zen, Inventario de saldos. Apuntes sobre literatura cubana, Colibrí, Madrid, 2005)
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