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Tuesday, December 8, 2020

Francisco Morán vs. Víctor Fowler

Fidel Castro ha tenido apologistas de los tipos más variados. Deleznables todos – como lo son todos los que insistan en celebrar al Máximo Líder-Comandante-en-Jefe – hay que decir que siempre habrá matices que señalar.

   Hay apologistas que pudiéramos llamar “lamebotas” desvergonzados. Son tal vez, los que merecen algún respeto. ¿Por qué? Muy sencillo. Ellos saben muy bien donde se revuelcan y no les importa que se sepa. Por el contrario, repiten sus elogios una y otra vez en espacios como los de Granma y Juventud Rebelde. Pero quizá pocos sean tan dignos de ser llamados “lamebotas” como el mismísimo Presidente de la República Mediatizada Miguel Díaz-Canel, el cual brilló como nunca cuando tuvo la desfachatez de exhortar a los cubanos a “controlar los rebrotes de la pandemia de Covid-19” como “el mejor homenaje [que podrían hacer] al líder de la Revolución cubana, a su memoria y a la monumental obra humana que nos legó Fidel Castro.” Dicho de una manera más directa, los cubanos deberían preocuparse por salvar sus vidas, no porque éstas sean valiosas en sí mismas, sino porque ellas existen para homenajear y como homenaje a Fidel Castro. Este tipo de apologistas, aunque se trate del presidente mismo, no tiene el menor cuidado en pensar antes de hablar y/o escribir. Su autoridad y legitimidad – empezando, insisto, por Díaz-Canel – descansan en la adulación incesante.

   El segundo tipo, el intelectual, es de otro talante. Si Díaz-Canel es el máximo ejemplo del primero, Roberto Fernández Retamar lo es del segundo. Aquí hay cabeza. La bota se lame igual, pero la escritura – hasta donde esto es posible – mantiene su dignidad. Lo que quiero decir, básicamente, es que vale la pena – y pena, penita pena – discutir y polemizar con Retamar. Se podrá no estar de acuerdo con él, pero hay que citarlo. ¿Qué sentido tiene discutir con Díaz-Canel? Es justo porque Retamar sabe lo que hace, y lo hace bien, que hay que discutir con él. En este grupo debería caber también, pero no cabe, Víctor Fowler. La diferencia entre Retamar y Fowler, creo yo – no puedo afirmarlo – es que uno no siente que el primero necesita justificarse ante nosotros, y el segundo sí. Eso explica que Fowler haga un esfuerzo, más que notable, por crear profundidad donde hay un hueco, y perfumar con espíritu, cubrir piadosamente la peste. Mientras más rastrero es el asunto, más tiene que hacer por elevarse la prosa.

   La Jiribilla acaba de publicar “Después de Fidel,” de Fowler. Tomando como centro de sus especulaciones un papelito de Castro a Celia, Fowler se da a la tarea de cristalizar ese trasto:

   “Cuando un episodio es conocido es necesario regresar a él o, quizás, sospechar de la seguridad con la que lo recordamos o asimilamos alguna vez; analizar, desmenuzarlo, proyectar los elementos que lo integran contra algún telón de fondo para que —de nuevo— comience a darnos sus significados. ¿Cómo aproximarnos a lo que ya sabemos y qué nos tiene que ofrecer? Un hombre joven, el líder de un grupo rebelde, quien se encuentra en un remoto punto en la geografía montañosa del este de su país, envía una breve nota a su secretaria y colaboradora de confianza. El grado de cercanía entre ambos es tal que la nota revela un sentimiento privado, recóndito, íntimo que no solo empieza a formarse, sino que —en caso de ser comunicado al resto de la tropa, integrantes del movimiento o simpatizantes— tal vez habría espantado, confundido, decepcionado o movido a risa a varios de ellos.”

   El detritus castrista es cubierto, recubierto y encubierto amorosamente por el agua saturada de sal de la prosa de Fowler empeñada en devolvérnoslo como un cristalito centelleante y deslumbrante:

   “Hay diferencias enormes entre la confesión íntima y el programa o el anuncio político. La primera apela a la unión de secreto y lealtad; la segunda es concebida como acontecimiento público, busca eco, denuncia o presenta batalla, además de que desearía sumar adeptos. El programa político figura entre los documentos más cuidadosamente calculados, donde cada palabra ha sido revisada mil veces e imaginada en sus efectos; la confesión es territorio de las emociones, de lo que aún está siendo procesado, formado. Por eso, la sensación de estar asistiendo a un punto de giro que emana de la construcción “me doy cuenta”, en lugar de (por ejemplo) “estoy convencido” o “confirmo que”.”

   Demudado ante el enigma filosófico de ese papelito, Fowler se troca en palabrería pura. Estamos ante la palabra embelesada consigo misma, que quiere darnos gato por liebre. Lenguaje vacío montado sobre uno entre tantos de los hilos de baba del horror:

“Frases, un collage de frases que trazan un modelo de mundo, un sentido u orientación; la suma de palabras encadenadas durante décadas en un ejemplo formidable de pedagogía y política, marcadas ambas por el ansia de totalidad que lo mismo acciona en el universo de la infancia que en los territorios de la ciencia y la técnica; en la práctica del deporte tanto como en las políticas de movilización social, los escenarios internacionales, la interpretación del pasado…”

   Fowler saliva para cubrir el rastro de otra saliva. Su propio lenguaje se revela aquí como un balbuceo, que lo único que muestra es su propio apego a la bota y al uniforme. Los editores de La Jiribilla ilustraron inteligentemente la prosa de Fowler con varias imágenes de Castro elevándose sobre todos y sobre todo. Al pie de una de ellas, la cita de fowleresca: “Después de la muerte de Fidel, de la lamentación, de la celebración de memoria, toda esa enormidad discursiva constituye un archivo abierto y necesitado de estudio, investigación y confrontación creativa.”

   “Celebración de memoria” imagino que quiere decir celebración “aprendida de memoria,” y fascinación con la “enormidad” de un totalitarismo que se celebra aquí sin el más mínimo asomo de pudor.

   Victor Fowler no tenía necesidad de ponerse al servicio de esa bota. Es su elección. Lo que escribió no les será de gran uso a la mayor parte de los fidelistas que pensarán que Fowler se la quiso de dar de ilustrado escribiendo algo que la mayoría de ellos – ni nosotros – pueden comprender. ¿Para quién es eso, pues? ¿Y para qué? Quizá pueda ser útil para llegar a lo más alto de la UNEAC, pues ofrece un tapujo bien balanceado de vacío intelectual y político con una prosa hojosa que pasa, o quiere pasar por profunda. Tal vez el comienzo de un estilo renovador, algo así como un tojosismo fidelista. En cualquier caso, después de Fidel, Victor; después del Castrismo, el Fowlerismo.

(“Después de Víctor”. Publicado en Facebook, septiembre 2020)

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