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Monday, March 19, 2018

Duanel Díaz vs. “Kaleidoscopio”, de Jorge Luis Arcos y “Los años de Orígenes”, de Lorenzo García Vega

Mucho hay aquí de aquellas premisas compartidas por los discípulos de Vitier. Su reivindicación de la “visión integral” tributa de la contraposición origenista de la “visión poética”, unitiva, trascendente, a la perspectiva crítica, analítica; de la visión, en última instancia, a la intelección. Esa dicotomía, tal como la esgrime Arcos, me parece falaz: la crítica es buena o mala, aguda u obtusa, dice algo nuevo o no dice nada nuevo, nos hace pensar o no nos hace pensar, está bien o mal escrita. Escribe Arcos: “Muy diferente, a pesar de tener una severa formación histórica y filosófica, es el caso de la crítica de Rojas, más cortés, más ponderada, más literaria. Rojas comprende más, es decir, participa más en la mirada del otro.”(p.116) “Más literaria”: aquí reaparece la dicotomía origenista, ya no entre la literatura, pagano parque de diversiones, enigmas y juegos, y la poesía, lugar de la Verdad y de los Misterios, como en Vitier; ahora la literatura ocupa el sitio trascendente que antes tenía la poesía, en el otro polo de la axiología sigue estando lo que Arcos llama “una perspectiva eminentemente discursiva”. “Más cortés”: parece que hablara García Marruz –“Sin cortesía los astros no girasen, el techo se nos vendrían encima, el viento entraría desconsideradamente por la ventana alborotando nuestro pobre orden de cosas”. (“Ese breve domingo de la forma”)
   En un evento organizado por Walfrido Dorta en la Facultad de Artes y Letras por allá por 2002 o 2003, Ponte dijo que la crítica había que hacerla “con el cuchillo en la boca”. Prefiero esta idea menos urbana, menos protocolaria, menos diplomática de la crítica, que tiene también su noble prosapia (¿No era Alfonso Reyes quien decía que el crítico era un aguafiestas?) a la de una cortesía que puede derivar en maneras de Juegos Florales, en esa Sociedad de Bombos Mutuos que decía Piñera en alguno de sus ensayos de los cincuenta. Es por eso que decidí incluir en mi libro esas páginas sobre de Los años de Orígenes, aun sabiendo que corría el riesgo de alienarme la simpatía de los admiradores de García Vega, que eran ya, al contrario de lo que ocurría con los de Vitier, cada vez más numerosos. No sé si mi crítica será ponderada; sé que es fundamentada, que no atribuyo a García Vega nada que este no haya escrito. Es flagrante paradoja, en todo caso, que Arcos reclame cortesía y ponderación tratándose de un libro como Los años de Orígenes. ¿Es cortés García Vega con Casal? ¿Es ponderado cuando dice que la tradición cubana es “pobre y escasa? ¿Participa más de la mirada de los otros cuando no reconoce que ningún escritor o pintor cubano haya “superado el marco” o “revelado su circunstancia”?
     Como alternativa a mi crítica, Arcos esgrime también el ejemplo de Ponte, quien “no insiste en El libro perdido de los origenistas en descender a verificar tal o cual dato en Los años de Orígenes” (115). Arcos celebra que Ponte comprenda los “testimonios” de García Vega como ficción, y cita su afirmación de que “da lo mismo si son verdad o mentira algunas de las noticias que sobre otros escritores de Orígenes García Vega da en su libro.”(p.115). Estoy totalmente de acuerdo, pero no es la falta de “fidelidad a unas noticias” lo que yo señalo a García Vega, no es la inexactitud de “tal o cual dato” que me empeño, con académica pedantería, en verificar. En Límites del origenismo no cuestiono en absoluto la parte testimonial del libro –cosa que, como bien dice Ponte, carecería de sentido. Pedirle verosimilitud a las memorias de García Vega es, ciertamente, como pedírsela a las de Arenas, pero hay una diferencia importante entre Antes que anochezca y Los años de Orígenes. Más allá de lo propiamente autobiográfico, este libro presenta una tesis ya no sólo sobre la literatura, sino incluso sobre la historia de Cuba. Cuando Arcos escribe que “el testimonio de García Vega, pese a sus exageraciones, sus amplificaciones erradas, tiene un valor, con respecto al origenismo, que no puede desconocerse y que ningún argumento de Díaz puede aminorar” (112), está obviamente tergiversando mi posición. Insisto: si ese libro, como afirma Arcos, “es testimonio de una vivencia, en primer lugar”, ¿por qué incluyó en él García Vega un ensayo sobre Varona y Sarduy, con quienes no tuvo trato alguno?
     No se me escapa, sin embargo, que se trata de un ensayo personal, idiosincrático, de gran fuerza expresiva; aunque por momentos la prosa demasiado estilizada de García Vega se vuelve, en mi opinión, casi una caricatura de sí misma. Entiendo, como señala Arcos, que el autor de Los años de Orígenes “no es un ensayista académico ni tampoco un historiador”(p.116), pero me pareció, cuando leí el libro hace varios años, y me sigue pareciendo después de releerlo, que ese delirio de García Vega al que se refiere Arcos  contribuye a oscurecer un poco las tesis principales del libro: “La opereta cubana en Julián del Casal”, por ejemplo, es un ensayo barroco, original, formalmente muy logrado; se encuentra, sin embargo, cerca, incluso demasiado cerca, del discurso revolucionario de aquellos primeros años.
     Echar luz sobre esa cercanía es también tarea de la crítica, y no sólo concentrarse en lo que Arcos llama, con un lenguaje impropio de la crítica creadora que él reivindica, el “hecho literario”. Tampoco Vitier es un ensayista académico ni un historiador; aunque, ciertamente, menos autobiográfico que Los años de Orígenes, Lo cubano en la poesía es un libro intuitivo, nada escolar, que refleja las crisis vitales de su autor, su conversión al catolicismo así como su angustiosa percepción de la situación cubana en esos años cruciales de finales de la década del cincuenta, y hasta el propio Arcos admite ya que se le señale críticamente a Vitier la exclusión de La isla en peso y de parte de la poesía de Guillén. ¿Por qué, entonces, cuestionar un libro que también presenta, mucho más allá de anécdotas personales, toda una tesis sobre la tradición cubana, sería “descender” a lo prosaico? Afirmar, como hace Arcos, que “El crítico profesional, orgánico, aquel que no despliega además una obra de ficción, tiene el deber de tratar de mirar desde la literatura.” (p.117), no es sino una petición de principio. La crítica literaria habla de la literatura, mira a la literatura, y puede hacerlo desde perspectivas muy diversas. Alguien decía que la buena crítica siempre habla de la literatura en relación con otra cosa –la historia, la política o lo que sea; en todo caso, la literatura no es ese mirador cuya altura que garantizaría automáticamente una ganancia de visión crítica. Quizás sea una diosa caprichosa que no se presenta cuando se la invoca tan insistentemente.
     En vez de oponer los nombres de todos aquellos que han elogiado la obra literaria de García Vega, sosteniendo que al no ser yo “creador” –y este término, insisto, tiene siempre cuando lo usa Arcos el regusto del origenismo- no puedo sentir la “oscura filiación” que los creadores sienten hacia García Vega, Arcos debió esforzarse más en refutar los argumentos que ofrezco sobre Los años de Orígenes. Sobre mi señalamiento de que García Vega escamotea la diferencia radical entre el origenismo y autores de la órbita de Lunes de Revolución como Piñera, Sarduy y Padilla, Arcos escribe: es “una problemática en la que no puedo detenerme aquí aunque, hasta cierto punto, comparta la visión de Díaz”.(p.109) Se pregunta uno por qué en un libro tan extenso, lleno de profusas citas y larguísimas notas, él no puede detenerse en ese punto fundamental. Si el objetivo de García Vega con respecto al origenismo es, como apunta Arcos, “enarcar sus límites”, y él quiere convencernos de que “dislates aparte”, García Vega “logra su propósito”, debió refutar mi crítica, pues estos “dislates” no son en modo alguno accesorios.
     Para García Vega la que llama la “generación del areíto verbal”, los escritores y artistas nucleados en Lunes de Revolución, no lograron realmente superar las limitaciones de que adoleció el origenismo. “La Cobra de Severo Sarduy, la cantante de Guillermo Cabrera Infante, los músicos sorprendidos por Sabá en P.M., se extendieron hasta lo expresionista, pero giraban en el vacío. Es que la ternura se había quedado afuera”. (p.255) Es ahí donde me parece que su crítica del origenismo, aunque aparentemente radical, no lo es tanto: al final resulta que todos, o no superan el límite del origenismo, o, como Sarduy, son su continuación. Lo que hace García Vega es justamente lo contrario de “enarcar los límites” del origenismo; extender el ‘mal origenista’ a todo el mundo: para García Vega nadie logra “superar la forma”, pero él nunca explica qué diablos significa “superar la forma”.
     Señalar esto no es ser un sociólogo, un racionalista o un historiador; es, sencillamente, reivindicar la singularidad del texto de Sarduy o Piñera, no ya sus ideas. ¿No están “Vida de Flora” o La isla en peso más allá de la polis origenista, por no hablar de Tres tristes tigres o De donde son los cantantes? De mi lectura del ensayo de García Vega afirma Arcos que “es como si en el fondo le molestara esa clarividencia, imprecisiones halladas aparte”(p.108). Lo que me molesta, por el contrario, es la ceguera de García Vega, en Los años de Orígenes y en su ensayo “La carne de los héroes o en mi jardín pasta René”, publicado en la revista Escandalar en 1982, la injusticia para con otros “poderosos creadores” como son Piñera, Padilla y Sarduy.
     “Siente la ironía de García Vega, en su juicio sobre Mañach, intelectual con el que Díaz tiene una mayor afinidad” (p.108), afirma Arcos, como si yo estuviera reaccionando sobre todo a la crítica de los “bombines de mármol”, en defensa de esa línea de críticos insensibles hacia el misterio de la creación, los “pesados profesores” y “pasivos archiveros” que decía Lezama. Pero aquí de nuevo el autor de Kaleidoscopio escamotea: Límites del origenismo constituye una reivindicación de esos otros autores que son también “creadores”, Piñera sobre todo, a quien dedico todo un capítulo. No reconocer que estos constituyen algo distinto al origenismo no es una “imprecisión” de García Vega; es una injusticia.
   Mi crítica de “La opereta cubana en Julián del Casal” no se limita a reprocharle a García Vega que no “valore discursivamente las calidades de Casal” (p.112); va a su centro mismo. Arcos rechaza mi idea de que el antinacionalismo de García Vega encubre un nacionalismo, argumento que, sostiene él, lo mismo sería válido para cualquier “reverso”: La isla en peso, por ejemplo. Aquí tergiversa de nuevo el sentido de mi crítica. Lo que yo señalo no es que la crítica de García Vega sea “incompleta”; es que comprenda como características cubanas rasgos que evidentemente no lo son: el hecho de firmar con seudónimo de “Conde”, donde García Vega quiere ver una expresión de la nostalgia cubana por la grandeza perdida, es bastante común entre los escritores modernistas –el mexicano Ramón Gutiérrez Nájera: el Duque Job; el peruano Abraham Valdelomar: Conde de Lemos; incluso, el uruguayo Isidore Ducasse: Conde de Lautréamont. Otro tanto ocurre con el rechazo del campo; ese “impuro amor de las ciudades”, para decirlo con el memorable verso de Casal, caracteriza a parnasianos y decadentes, en Cuba y donde quiera que llegó el influjo de Baudelaire. En lo que García Vega llama “secos prejuicios al tocar el paisaje” no hay nada propiamente cubano. De hecho, hay muchos autores cubanos que se acercaron al campo: Luis Felipe Rodríguez, Eugenio Florit, Carlos Enríquez, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo… Pero claro, a ninguno de ellos García Vega le reconoce nada; reléase el artículo suyo contra Carlos Enríquez en El Nuevo Herald en febrero de 2007, que no es precisamente un modelo de cortesía.
     Arcos podría replicarme que poco importa que haya o no razón en los juicios de García Vega sobre Casal. ¿La hay en la teoría de las eras imaginarias? Yo le respondería que hay una diferencia: los ensayos de Lezama son poéticos, mitopoéticos; este ensayo de García Vega, tan influido por lecturas de Sartre, es un ensayo fundamentalmente crítico, que emprende un trabajo no ya de mitificación sino de ilustración. No se trata de acercarse al misterio de la poesía, sino, en el sentido moderno de la crítica, de echar luz sobre los oscurantismos, de exorcizar “fantasmas”, revelando la “deleznable mitificación con que él [Casal] encubre a su circunstancia” (p.54), borrando de una buena vez esos “restos de un pasado oprobioso y lamentable” que para García Vega hay que saber, “con la iluminación con que hemos podido reconocerlas con motivo de este Centenario, alejarlas también de nuestro vivir.”
   En varios pasajes de ese ensayo de 1963 queda claro que la “iluminación”, ese abrir los ojos a una verdad que anteriormente estaba velada, la “grieta” que se ha abierto, no es otra que la revolución de 1959. Eran los años en que el gobierno preconizaba “más ruralidad y menos urbanidad”, y García Vega lamentaba en Casal su “despego de nuestros campos, aparente afiebramiento por una ciudad copiada de los folletines parisienses”.(p.57), algo que bien pudo haber escrito José Antonio Portuondo en su polémica con Ambrosio Fornet. También la afirmación de la necesidad de conquistar la “cristiana dignidad de la pobreza” se corresponde con el imaginario de la revolución en los años que siguieron a 1959, ese costado franciscano que Carlos Franqui le señalaba al periodista francés Claude Julien (“Nuestra revolución tiene algo de pistolera y algo de franciscana”), y que el acercamiento inicial del ICAIC al neorrealismo italiano refleja muy bien. 
     Asimismo, la visión absolutamente negativa de la República que ofrece García Vega, no ya en su ensayo de 1963 sino en el libro de 1978, es bastante consonante con el discurso revolucionario. Para el autor de Los años de Orígenes, todo era “ceniza”, no había nada rescatable. Es cierto que esto reproduce la crítica, justa en su momento, de los editoriales de Orígenes a la corrupción política y la desidia de la cultura oficial, pero lo hace a la altura de finales de los setenta, cuando la terrible experiencia del castrismo podía haber modificado la mirada sobre aquella República que no era, ciertamente, el paraíso que decía Lydia Cabrera, pero tampoco el desierto que pinta García Vega. En algunas de sus cartas de los setenta el propio Lezama añora aquellos tiempos; García Vega insiste sin embargo, ya en el exilio, en desconocer toda solución de continuidad entre el clima opresivo de la República y la dictadura. Para el autor de Los años de Orígenes, lo horrible no es tanto el castrismo como Cuba misma, una tradición cubana que el castrismo, si no consuma, tampoco interrumpe.
     El juicio de García Vega sobre la República se replica en su rotunda afirmación de la “carencia de tradición intelectual que siempre padeció nuestro país” (89). Él recuerda que ningún origenista, cuando envió sus libros de poemas a Regino Boti, tuvo acuse de recibo, y en esa falta de reconocimiento encuentra, de nuevo, algo específicamente cubano, que contrasta con el caso de México, donde los escritores establecidos sí eran amables y generosos con los autores noveles. Así, si el ridículo Casal que nos presenta García Vega no pudo ser la tradición, Boti y Poveda tampoco pudieron. Pero es que Luis Felipe “no pudo ser la tradición”. Pero es que Miguel de Carrión y Carlos Loveira tampoco pudieron. Pero es que “La revista de avance, con su respetable vanguardismo, y su desigual calidad, no llegó a encarnar en la realidad histórica del país” (p.90) Pero es que tampoco los pintores: “Recordemos la bohemia de Ponce y Víctor Manuel, así como el caso del pintor Carlos Enríquez. Pero estos pequeños grupos, pintorescos y exóticos, no chocaron del todo con el áspero tapujo de su circunstancia.” (123) (énfasis mío)
     Esta acumulación de noes y de peros desemboca en una de las grandes falacias de Los años de Orígenes: hablar de “la pobre, y escasa, tradición cultural cubana” (300). De hecho, una obra como esta de García Vega es impensable en un país con una tradición pobre o escasa; ¿en qué otro país caribeño o centroamericano se ha producido un libro semejante? Aunque dice una y otra vez que no hubo tradición en Cuba y que la República no fue más que una factoría, Los años de Orígenes es una prueba fehaciente de lo contrario. Arcos, acaso, me concederá que sí, que en estos reparos llevo razón, pero que se trata de la obra de un delirante, de esa “fatalidad” de la creación que no alcanzo a comprender. Le replicaría yo que este delirio de García Vega es demasiado calculado, este loco demasiado cuerdo, su delirio, más que una fatalidad, podría ser un truco para pasar gato por liebre: García Vega reconoce, sí, que Orígenes fue un grupo “pequeño burgués y reaccionario”, pero acto seguido intenta demostrar que no había más opción que ese grupo, lo cual es falso, pues en los cuarenta había grupos de izquierda, hubo un Labrador Ruiz, hubo un Novás Calvo, no era la revista Orígenes el único espacio donde un joven escritor podía desarrollar su vocación. Quien tiene verdadera “voluntad de marginalidad” no necesita, además, integrarse en ningún grupo.
     Otro tanto ocurre con la “nostalgia de la antigua grandeza perdida” (p.124). García Vega extrapola la experiencia de su familia y de su cenáculo a toda la tradición nacional: así como todo es Orígenes, todo es folletín de lo venido a menos. Sorprendentemente, Arcos afirma, a propósito de la refutación de García Marruz en La familia de Orígenes (“No, Lorenzo, el verdadero tema de Orígenes no fue la grandeza perdida sino la pobreza irradiante”), que “García Vega no arguye que ese tópico sea el centro o el tema fundamental de Orígenes sino simplemente que es un síntoma que padeció, como antes Casal” (p.124) Esta afirmación suya es completamente infiel al espíritu y la letra de Los años de Orígenes; pues si Casal no fue, según García Vega, más que una señalada instancia de “ese capítulo borroso que, al arruinarse, han personificado todas las familias burguesas cubanas, y donde el recuerdo de su antiguo esplendor económico iba tomando la piel de toda una aristocracia mohosa de fantasmones desvencijados” (p.40), y al mismo tiempo “Casal fue el ídolo del preciosismo origenista” (p.105), es evidente que para García Vega radica ahí, en la cuestión de la ruina familiar, el meollo de Orígenes. Sobran los pasajes del libro que así lo demuestran.

(Persistencia del origenismo. La Habana Elegante, segunda época, 2013)

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