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Friday, June 27, 2014

René Depestre vs. Nicolás Guillén

En 1978 dejé Cuba, después de mi ruptura con la revolución castrofidelista. Al mismo tiempo tuve que romper también con Nicolás Guillén. Nuestra vieja amistad no sobrevivió a la crisis de identidad que la Seguridad del Estado cubano, convertida en policía de los sueños al estilo de la KGB, había abierto en mi vida dadas mis dificultades en hablar una lengua torpe y en ahogar bajo un pensamiento torpe (o, peor aún, plano y sin resquicios) mi libre jurisdicción de poeta y de ciudadano. En esos días Nicolás Guillén me llamó a su despacho de presidente de la UNEAC (la Unión de Escritores cubanos) para devorarme como un padre furioso. Me comunicó sin humor que alguien que no había luchado junto a Fidel –ni cuando el ataque al cuartel Moncada (1953) ni en el momento del desembarco de los rebeldes del Granma (1957)– no tenía derecho a emitir ningún juicio crítico sobre la conducta política de los funcionarios de la revolución cubana. Yo debía cerrar el pico y se acabó. Me recordó también mi origen extranjero. El “un cubano más” se hizo humo a través de su ventana.
   Me dijo que no podía ayudarme a salir del atolladero en el que me había metido. Convertido en una importante figura pública, instalado en uno de los pisos más lujosos de La Habana (en la planta 23ª del famoso edificio Someillan), con el golfo de México ante sus ojos, un Cadillac de funcionario (presidente de la UNEAC), con chófer y con la habilidad de reunirse, cuando lo quisiera, con uno u otro de los hermanos Castro, etc., nunca habría corrido el absurdo riesgo de caer en desgracia. Yo no daba crédito a mis oídos. Como, en el fondo sentía afecto por mí, después de tantos años de compartir nuestras más íntimas aristas, estaba sinceramente enfurecido y desconcertado: consideraba mi conducta como una falta de habilidad política. Esperaba de mí mayor prudencia y fineza en el análisis de la situación. Claro que –admitía– los métodos de la URSS habían influido en la revolución cubana; claro que era una infamia lo que había tramado la policía política contra el poeta Heberto Padilla; claro que todos estos comandantes incultos de la camarilla de Castro son un incordio, pero ellos, a diferencia de los poetas, habían estado en el Moncada en el 53, y en el Granma en el 57, jugándose su pellejo por Cuba. Eran ellos el poder de la revolución, ellos la conciencia crítica del proceso revolucionario, y no los Padilla, Arenas, Lezama Lima, Virgilio Piñera y otros hijos de la gran puta. Se sentía afligido al tener que mezclarme con aquellos que el “poder revolucionario” tenía razones para apartar como nocivos. Yo estaba consternado por descubrir semejante torpeza en un gran poeta tan celoso del buen uso que hacía, por otra parte, de la lengua de Machado y de Lorca. Me fui sin decir una palabra, contrariado profundamente por haberlo sorprendido en un día tan mediocre, y oportunista hasta la más flagrante cobardía. Había dos Nicolás: el autor de Sóngoro Cosongo, West Indies Ltd, El son entero, etc., y el poeta cortesano en el que se había convertido para preservar los privilegios que le brotaban por todos los poros de su arrogancia y fatuidad. Para mí fue una verdadera desgracia perder su amistad. En ningún momento tuve la idea de pedirle que intercediese por mí ante sus poderosos amigos del PC cubano. Habiéndosele informado a un alto cargo de mi “mala conducta”, y de los comentarios críticos que yo hacía libremente a mi alrededor, se dio prisa en tomar distancias y en soltar prenda a mis espaldas ante unos amos... a los que despreciaba tal vez aún más que yo, teniendo más a menudo la ocasión de codearse con ellos en los dorados bastidores del poder. Después de este encuentro, ya no habría posible entendimiento entre nosotros. Lamentablemente, se podía ser un poeta formidable, un artista cabal, y un cortesano consumado.

(Palabra de noche sobre Nicolás Guillén. Encuentro de la cultura cubana, No. 3, 1997

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