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Wednesday, January 8, 2014

Alejandro González Acosta sobre “La novela de mi vida”, de Leonardo Padura

La novela histórica moderna tiene dos modelos inaugurales: por un lado, el establecido por Walter Scott (un personaje ficticio en circunstancias históricas; Waverley, por ejemplo) y del otro, Alfred D’Vigny (el protagonista real dentro de un escenario histórico; v.gr. Cinq Mars). Cuando Heredia escribe Jicotencal se inclina más por el modelo francés, interesado en crear caracteres para proponer como modélicos a la juventud lectora. Y la novela de Padura adopta indistintamente esos esquemas en sus tres planos narrativos: el del escocés en los relatos de Terry y de José de Jesús, y el del francés en el del mismo Heredia, lo cual presenta a nuestro modo de ver una cuestión seria y delicada: si bien es cierto que la imaginación tiene sus propias prerrogativas y que estamos hablando de una novela —obra de ficción de punta a cabo— no es válido a título de esa ficcionalidad incluir y proponer como histórica la visión del autor sobre las entretelas de la historia nacional, en especial la figura de Domingo Delmonte, pero también otras de la época, además de por lo grave de las acusaciones de convertirlo en un traidor, desconociendo su peso fundamental en la evolución histórica cubana, sino porque a través de una lectura esquemática y empobrecedora del siglo XIX cubano se está induciendo y propiciando implícitamente la legitimación de un discurso autoritario y dictatorial como parte consustancial de la esencia insular: llevado hasta sus últimas consecuencias, se trata nada menos que de condenar Cuba a un estado eterno de represión. La simplificación un tanto maniquea que el autor realiza del complejísimo panorama insular decimonónico, apunta quizá en el sentido de proponer una interpretación histórica la cual puede darse la mano alborozadamente con la versión oficial castrista y de sus epígonos, quienes echan a un lado —poseedores de la verdad absoluta— todos los esfuerzos para la definición de un perfil propio de las generaciones liberales, autonómicas y reformistas, entre varias otras, para levantar así el pedestal marmóreo que el propio Castro resumió en 1968 con la estremecedoramente lapidaria frase: «Ellos hoy habrían sido como nosotros; nosotros, ayer, habríamos sido como ellos». Lo que se dice una apropiación hereditaria de la historia nacional y por tanto, la absolución completa del presente represivo. He ahí donde veo uno de los aspectos más arduos y espinosos en esta novela, que al menos en uno de sus planos parece pretenderse como rigurosamente histórica.

(Heredia: iniciador de caminos, Encuentro de la cultura cubana, Nos. 26/27, 2003)

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