Soy de los que piensan, como Bloom o Steiner, que la excelencia en la cultura se alcanza por medio de una expresión refinada y no de una cuota de representación de ciertos sujetos sociales, por muy marginados o "incorrectos" que sean. Supongo, por ejemplo, que, según Hernández Busto, Nicolás Guillén es un autor "correcto" y José Lezama Lima un autor "incorrecto". A juzgar por el estado de la lectura de ambos en la actualidad, sostener eso es, por lo menos, controvertible. A mi modo de ver, cada uno tiene su lugar en la tradición cultural de la Isla y de Hispanoamérica, no porque uno fuera mulato y el otro blanco, sino porque ambos escribieron un excelente castellano.Lezama dejó estos versos: "el verdadero rey forma la estatua de humo/ para colocarla en el recodo más frío de la perfección". Y Guillén estos otros: "no puedo hablar, pero me gritan/ la noche, este misterio;/ no puedo hablar, pero me obligan/ el perfil de mi padre, su índice de recuerdo;/ no puedo hablar, pero me llaman/ su detenida voz y el sollozo del viento". Ambos fueron poetas, sólo que Lezama fue, además, un intelectual de largo aliento y ancho registro, un pensador de la literatura: condición que, a mi juicio, no lo hace más virtuoso como artista, sino más legible como autor de una poética.
Hernández Busto inicia su reflexión con supuestos cuestionables. Dice que hoy el debate sobre las tensiones raciales está ausente en los medios intelectuales cubanos. Falso: en los últimos diez años ese ha sido uno de los temas más discutidos en la Isla y el exilio, como reacción al tabú impuesto por el ilusorio "fin de la discriminación racial" que pregona el gobierno de Fidel Castro. Que ni siquiera el "actual estado de la cuestión" es suficiente, dada la centralidad social de un tópico como ése, no lo niego. Dice también que, cuando alguna vez se debaten, los problemas raciales quedan circunscritos a la corrección política de la afrocuban culture. Incorrecto: hay muchos historiadores, dentro y fuera de los Estados Unidos, que han estudiado las fricciones raciales de nuestra cultura sin reducir sus argumentos a los emblemas de una identidad étnica afrocubana: Rafael Fermoselle, Rebeca Scott, Aline Helg, Alejandro de la Fuente, Ada Ferrer... Menciono a estos autores no con afán de autorización, ni por marcar territorios, ni por exhibicionismo —son bastante conocidos—, sino como evidencia de lo desacertados que suelen ser ciertos diagnósticos de la cultura, emitidos desde capillas sombrías que aborrecen las instituciones del saber.
No soy un devoto del academicismo. En varias ocasiones he afirmado que deseo para Cuba un mundo intelectual menos escolástico, más abierto que el campus universitario norteamericano —por no hablar del español—, y que involucre a artistas, escritores, periodistas, empresarios, políticos y cualquier otro actor de la opinión pública. Pero también pienso que el medio académico, desde nuestra tradición colonial y republicana, forma parte de la cultura. Me temo que Hernández Busto, por el contrario, critica la academia de las ciencias sociales desconociéndola y, lo que es peor, despreciándola. Así, por ejemplo, descubre a estas alturas la crítica de la transculturación de Fernando Ortiz y de las metáforas del mestizaje, luego de tantos valiosos estudios —sobre todo, para aquellos interesados en la "cuestión racial" como él mismo— de Manuel Moreno Fraginals, Fernando Coronil, Antonio Benítez Rojo, Enrique Patterson, Gustavo Pérez-Firmat, Enrico Mario Santí, Román de la Campa, George Yúdice e, incluso, Peter Burke, el gran historiador de la cultura europea que, seguramente, le interesará por sus análisis del "arte de callar" en la época clásica.
Afirmar que Guerra y Ortiz se quedan en una "sociología ingenua", después de lecturas tan arduas del Contrapunteo..., es un presumido desplante, una pedantería y hasta una incongruencia: ¿cuál es, según Hernández Busto, esa "ingenua sociología" mestiza de Guerra? Que yo sepa, desde Azúcar y población en las Antillas (1927) hasta Por las veredas del pasado (1957), Ramiro Guerra defendió, con la melancolía de quien conoce lo imposible, el idilio de una comunidad de pequeños propietarios criollos que, como la utopía blanca de Saco en el siglo XIX, se sentiría amenazada por la inmigración negra y mulata, desde África o las Antillas. En este sentido, Guerra, Lamar Schweyer —quien insinuó, por vía negativa, una doctrina del White Power cubano en La crisis del patriotismo— Ferrara, Gutiérrez, Rodríguez Embil y otros intelectuales machadistas le sirvirían, más que Lezama y Orbón, como ejemplos de una idea de la cultura cubana que es alérgica a cualquier enunciado negro, mulato o santero. Claro, a Hernández Busto no le atraen las ideas de la cultura cubana de un ensayista, próximo a las ciencias sociales, como Guerra o Lamar, Varona o Entralgo, Ortiz o Mañach, sino sólo los mitos de los poetas o, más bien, los mitos de un poeta: José Lezama Lima, el Único.
Pero lo que no advierte Hernández Busto en todo su artículo es que su crítica, ahora sí ingenua, a la transculturación lo coloca en un punto muy cercano al multiculturalismo que él desea rechazar. Quien lea con cuidado el Contrapunteo... encontrará que, más que una teoría etnológica, lo que hay ahí es una teoría migratoria. Ortiz se esfuerza todo el tiempo por proponer un marco de integración cultural a todas las inmigraciones que han llegado a Cuba, desde la africana hasta la judía, pasando por la china y la polaca. Por eso su sofisticada antropología, publicada en el mismo año de la Constitución de 1940, es un correlato intelectual de ese modelo cívico republicano que avanzaba en la historia cubana, desde finales del siglo XIX. El quiebre de ese modelo es lo que propone actualmente la llamada "ciudadanía multicultural", fragmentada en identidades étnicas, religiosas, genéricas y sexuales, y a la cual pertenecen, en igualdad derechos estamentales, las prácticas y discursos "blancos" y "negros". Ante esa disyuntiva entre republicanismo y multiculturalismo, yo elijo una reformulación del primero, en la que la jerarquía de la tradición siga estando determinada, como quiere Claudio Magris, por la plasmación más o menos depurada de un espíritu y no por la representación de algún sujeto. ¿Qué elige Ernesto Hernández Busto?
(El negro problema de un blanco. Cubaencuentro, marzo. 2001)
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