Me acusa, a mí y a otros, de intolerante. Pero, ¿por qué buena razón dejar de atacar a un mazo de escritores oficialistas que ya cuentan en revistas y periódicos y noticieros y editoriales y oficinas con suficiente aplauso y vitoreo? ¿Hay que sumarse al coro de quienes los celebran? ¿Hay que callarse la boca o sudar fiebre por los pasillos roñosos donde circula el chisme? ¿Ser tolerante con la intolerancia política y la mediocridad literaria de quienes protagonizan la escena cultural cubana?
Ya por el tobogán de las preguntas, ¿quién es verdaderamente Arturo Arango?
Compartiré con mis lectores la mejor de mis hipótesis: hace unos años era el muy joven director de Casa, revista continental. Roberto Fernández Retamar era su jefe. Un buen día, con ganas de divertirse, de burlar la mediocridad de un periodista llamado Luis Sexto, el joven director confabulóse con algunos de sus subordinados y escondieron los rasgos del mediocre periodista bajo disfraces de payaso. Sacaron un número de la revista con retratos burlados de Luis Sexto.
Lo escolar de la broma no tiene para mí reproche alguno (¿acaso aquí no las cometo igual?), sí lo insignificante de su elección. ¿Por qué en lugar de un idiota con nombre de rey no ocuparse de muñecón más alto? ¿Por qué no el jefe Retamar, por ejemplo? ¡En lugar de pieza mayor, bajarse con un periodista que nadie recuerda ya! Ubi sunt Ludovicus Sextus.
No tardó mucho el burlado en reconocer bajo los payasescos rasgos los rasgos propios de su jeta, y exigió reparaciones a la ofensa, visitó a las autoridades pertinentes, hizo de la venganza punto de honra.
Levantado el escándalo, el joven director de la revista Casa se mostró incapaz de reconocer su participación. Se engurruñó, escondióse, aclaró al jefe Retamar su desconocimiento de una jugarreta armada por subordinados suyos a sus espaldas.
Pero aumentaron un poco la presión atmósferica y el joven director acabó por reconocer su parte en el complot. Lloró en la oficina del jefe (en la antesala, ya que no lo recibían) peticiones de misericordia. Haría lo que fuera necesario para recuperar la confianza traicionada por él. Se iba a Solentiname de monaguillo de Ernesto Cardenal, bordaría trajes típicos para Rigoberta Menchú.
Y ahora ese lacrimoso que obrara encubiertamente, que dejara en la estacada a los suyos y mintiera a su propio jefe, es quien llama cobarde y amoral a todo el que se acoja a seudónimo o anonimato. Reencarnado desde hace años como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba, asegura que no cometerá el pecado de la descalificación fácil: “evito escribir la palabra ‘cobardía’”. (Seguramente le traería recuerdos personales, remordimientos.)
(La Lengua Suelta # 18, La Habana Elegante, segunda época)
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