Alberto Acosta hizo carrera sin proponérselo, ese fue tal vez su defecto capital como creador. Maestrías, posgrados, serie de conferencias, antologías, premios locales e internacionales, y una ristra de peligrosísimos paliativos que adormecen nuestra desesperación animal. Se empieza con una nimiedad mediática y, cuando vienes a darte cuenta, ya tienes un abultado curriculum vitae. Te convierten en un personajito querido de abrazos, giras y medallines, y, a la hora de pasar el pestillo de nuestro apartamento, ya no puedes patear ni media palabra más contra tu contexto, sea político o literario: ¿hay diferencias?
Sobran floristerías en su obra, como todos saben. Pero toda lectura es, además de un error primigenio, un acto de fe al borde mismo de lo virginal. Así sigo leyendo en el 2012 a este poeta prescindible, como deben ser los poetas si no aspiran al cadalso de convertirse en canon. Lo leo como los que él y yo éramos veintitantos años atrás, cuando el país bullía de derrumbes para asaltar un futuro menos personalista y que al cabo nos momificó (es el precio patrio de la fidelidad).
(El poeta malo y la muerte, Diario de Cuba, enero de 2012)
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