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Wednesday, November 20, 2013

Guillermo Cabrera Infante vs. Edmundo Desnoes

Entre las “aventuras sigilosas” de Lezama está su encuentro con un efebo escribano que los años transformarían en un mal aprendiz de comisario cultural y al que una efímera fama como novelista revolucionario (según ciertos críticos cubanizados) otorgó un nombre y una atención que no merecía. No voy a nombrarlo pero sí quiero contar una de sus primeras salidas oportunistas. Este novelista cuando joven (ya entonces era ambicioso y ambiguo) se acercó adulador a Lezama, quien quedó prendado de su belleza. Es verdad que era falso pero era bello. Alto, esbelto, rubio, de ojos asombrosamente azules, y Lezama, al revés de Virgilio, siempre se dejó admirar por jóvenes bien dotados, mirándolos tal vez como posibles amantes o como futuros discípulos. Un día Lezama llevó al efeboliterario, recién conocido, a una reunión en la finca frutal de un mecenas literario, entonces un poderoso periodista, enérgico y agresivo y rico y no el pobre exilado ecuánime que es Hoy . Era un antiguo colaborador de Orígenes y protector de Lezama. Parecía que el orgulloso poeta no necesitaba padrinos pero siempre estuvo a su merced y los tuvo todopoderosos, innúmeros.
   En la reunión el escritor, el efebo o lo que fuera entonces se sentó a los pies de Lezama, atento al amigo rumor del poeta. En un momento que se quedaron solos, recostado contra las robustas rodillas de Lezama, le dijo: “¡Qué manos más bellas tiene usted, Maestro!” Lezama, que nunca tuvo nada bello, entendió que el elogio a sus morcilludas manos era más bien un avance y decidió invitar a su adulador amigo a dar una vuelta entre la aireada arboleda. En un rincón recoleto Lezama trató (como contó el escritor) de besar los labios de su compañía, que sintió una súbita repulsión incoercible. Es posible que sucediera así pero era un sucedido íntimo. Al poco tiempo este efebo escritor se las arregló para editar una revista efímera en que publicó un cuento que se llamaba “El hombre gordo”. Aquí relataba el incidente, añadiendo a la repulsión física bastante náusea literaria (el existencialismo estaba entonces de moda) y aunque no decía nombres la descripción de Lezama era exacta. Pero no contento con la publicación, el libelista hizo llegar un ejemplar de la revista a Lezama. Tal vez Lezama se sintió herido pero sus gritos fueron como siempre literarios. Sabiendo que el escritor efebo estaba viviendo en casa de un pintor tan chino como mulato y tan talentoso como malévolo, publicó en un próximo número de Orígenes la primera entrega de una novela en clave, verdadera román a Klee, en que describía cómo una blonda criatura púber vivía con un pintor malayo y por las noches del vientre del pintor asiático se desprendía un gusano —que hurgaba en el cuerpo casi albino del huésped para introducirse obsceno. Tal vez ambas historias sean apócrifas pero lo que queda Hoy es la mala literatura de “El hombre gordo” contra la prosa poderosa del relato del pintor malayo, su gusano insidioso y el efebo penetrado, hecho nubil de noche. De ese infierno íntimo surgió público Paradiso.

(Vidas para leerlas, Alfaguara, 1998)

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