Lo cubano en la poesía, coincidamos, es un libro imprescindible. Como tal, se le ha manipulado de los modos más diversos. Hoy, el poeta y ensayista que lo firma insiste en presentar esas páginas como una suerte de premonición de lo que Cuba sería después de 1959. A esa lectura caprichosa se han enfrentado varias voces. Mi generación ha querido desmantelar su afán político, insistiendo en el modo en que, además, Vitier se aparta de aquellos autores que no comprende, o de quienes se siente distanciado. Pobres son, por ello, las páginas de un libro que se supuso en sí mismo tan abarcador e integrador de todas las formas y fórmulas de lo cubano, en las que Vitier manifiesta su desconcierto o desdén ante lo que la Avellaneda, Virgilio Piñera o Dulce María Loynaz ofrecen a ese margen. La primera porque, a pesar de esa pieza excepcional que es su soneto Al partir, no le ofrece «una captación íntima, por humilde que sea», de lo cubano. Piñera, por razones que hoy entendemos como de mezquindad, critica: la importancia que tiene La isla en peso debiera acallar esos párrafos que huelen más a riña callejera que a certeza literaria. Y respecto a la Loynaz, el crítico se limita a mencionarla... en una nota al pie.
Coincidamos también en que determinados arrebatos verbales del libro ya nos son intolerables. Hundir a esos autores mencionados para levantar sonido y furia sobre otros no tan dotados, es un gesto que viene acompañado de expresiones que hoy ya no sostienen demasiada fuerza crítica. Para loar al padre Gaztelu, un poeta menor del grupo origenista, Vitier echa mano, por ejemplo, a los siguientes fraseos: «cándidos primores», «pintado gozo verbal», «su garza buida», «su lindo caracol». Es el mismo Gaztelu al cual Rodríguez Feo cenizó, espantado al leer aquella décima risible donde el cisne es comparado a un almohadón de pluma.
(Sobre Lo cubano en la poesía, Encuentro de la cultura cubana, No. 24, 2002)
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