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Thursday, November 7, 2013

Guillermo Cabrera Infante vs. Alejo Carpentier

Carpentier colaboró con un tirano mayor, Fidel Castro, en un juego de simulaciones: Carpentier no era ni nunca había sido revolucionario, Castro no era ni nunca había sido comunista. Alejo fue obediente y hasta sumiso en el Consejo Nacional de Cultura, en la Unión de Escritores (de la que era vicepresidente vitalicio), en la Imprenta Nacional y último hasta lo último en la embajada de Cuba en París. Antes fue un correo del zar.
   Ocurrió cuando Mario Vargas Llosa ganó en 1967 el premio venezolano de novela Rómulo Gallegos. Mario se dejó chantajear por otro tránsfuga, Edmundo Desnoes, de oportuna visita en Londres. Desnoes convenció a Mario para que redactara un cable, transmitido por la agencia cubana de noticias Prensa Latina, pero dirigido a molestar a los gobernantes venezolanos, enfrascados en una guerra cruenta contra la guerrilla de origen cubano. Complacía así a Haydée Santamaría, la papisa de la Casa de las Américas. Cuando Mario, que vivía muy cerca, me contó lo que había hecho, le dije que había un refrán popular cubano que era toda una sabiduría: “Cuando te tocan el culo una vez y lo admites te lo tocarán tres”.
   Entra Carpentier desde Francia. Alejo llamó a Mario y le dijo que quería verlo personalmente, vendría a Londres y lo llamaría. Vino y llamó. Quería que se reunieran en un restaurant de Knightsbridge. (Patricia Llosa me lo señaló un día: “En esa terraza tuvo Mario su entrevista con Alejo”.) Alejo era ahora un hombre con una misión. (Recuerden que éste es el escritor altanero, elitista y aspirante al premio Nobel de Literatura.) La misión de Alejo era de recadero con ribetes de espía. En el restaurant vacío después del almuerzo, Alejo le dijo a Mario que traía un mensaje de Haydée Santamaría, que lo saludaba como un verdadero revolucionario. Lo menos que quiere un escritor es que lo confundan con lo que no es, pero Alejo hablaba ahora de escritor a escritor. Lo que era una falsedad. Haydée quería que Mario donara, públicamente, su premio (unos 30.000 bolívares: Alejo, ducho en aritmética venezolana, calculó que eran unos 25.000 dólares) a la guerrilla. La Casa de las Américas {es decir el Gobierno de Castro, que pagaba siempre a los diplomáticos a través del Narodny Bank ruso), le devolvería a Mario esa misma cantidad a razón de mil dólares mensuales, que le traería Alejo en persona. (Alejo completó la transacción pidiendo al camarero más cercano un brandy, en francés SVP.) La proposición cayó, al revés de las palabras en el Zohar que tanto admiraba Carpentier, en el vacío. Mario sería un ingenuo político pero no era tonto. Aceptar la oferta que podía rechazar significaba convertirse, de hecho, en un agente cubano, pagado por el Gobierno de Castro desde París a través del Narodny Bank. Mario dijo redondamente que no, y ahí comenzaron sus dificultades con el Gobierno cubano. Culminaron en 1971 cuando Haydée Santamaría lo acusó de negarse a ayudar a la lucha del pueblo venezolano (léase la guerrilla castrista) para comprarse una casa en un barrio de ricos en Lima.
   Este y otros recados (a la prensa, al pueblo de Francia) tuvo que aceptar hacerlos Alejo Carpentier. Era además de recadero de Castro repartidor de habanos por todo París: casi el lechero de Alquízar de nuevo. Una vez traía personalmente una caja de habanos a Sartre y el filósofo que fumaba se negó a recibirlo: comenzaba a caer en tanta desgracia como el régimen que representaba. En otra ocasión tropezaron Sartre y su carnal Simone en la Rué Bonaparte y Alejo tuvo que dar media vuelta, caminar de prisa y hasta correr perseguido por el dúo que gritaba al unísono a Alejo: “Voyou! Vieux con! Dégueulasse!”

(Vidas para leerlas, Alfaguara, 1998)

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