Muchos años más tarde, mientras participaba en un congreso de escritores, coincidí con el hijo oculto del fauno en un hotel de Graz. Le pedí entrada a su habitación pestilente. La cabra tira al monte. Delante de mí apareció el vástago de Pan –pánico viene de allí– con las grandes legañas de la meditación trascendental petrificadas en los ojos. Olía a berrenchín de chivo. Sobre el cuello alto de una guerrera verdeolivo caían las greñas de la última fotografía en Bolivia. El hedor agridulce era de sobaco y sicote. Los dientes manchados de nicotina asomaron entre las hebras de la barba.
Me mostró un folleto de tapas rojas escrito con tinta oscura, Lingua franca, en un dialecto políglota que incluía el inglés, el holandés y el italiano: la siringa de un judío errante, tricontinental. Jugueteó con su pasaporte cubano, y quiso entregármelo, para él no significaba nada, era el mismo que yo había perdido. Miró mi permiso americano de reentry, el de los sin patria –pero sin amo, en mi tumba un ramo, blah, blah–, color aqua, el color de Miami Vice.
Le pregunté, acodado al mostrador de un Biergarten: “¿Cómo fue para ti descubrir esa verdad?”. Debí decir “la Verdad”. Fue devastador, me confió. Sopló la espuma del jarro. Devastador, sí. Casi me caigo del mundo. Movió el dedo en círculo alrededor de una oreja muenga, a la holandesa. Está en todas partes, le dije. Sí, está en todas partes, admitió, es imposible desentenderse de él. Te mira, te sigue, desde las vidrieras, desde las esferas, desde los tatuajes. Omnisciente. Omnipresente. Pantocrátor. Es una especie de maldición ser reos suyos, ¿no? Aún peor, arguyó, es ser su hijo.
El extraño que entró en nuestras vidas de noche, el que abandonaba patrias sin despedirse, cargando pasaportes falsos. Siento una satisfacción enfermiza en haberme codeado contigo, le dije. En codearme por fin con el primer Hombre, mon semblable, mon frère. Y en un tono sacrílego: el que lleva en su carne la culpa de todos. Olía a maraña, a grajo, a chivo viejo. Cargo, le dije, con el pecado original del que hablaba tu padre, como se carga un bacalao a cuestas. “Toma”, insistió antes de marcharse, empujando el librito rojo, su diario. “Un tomo, para ti”.
(El hijo perdido, Blog Penúltimos Días, enero 2007)
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