Como ves, mi soliloquio no resulta menos confuso e incoherente que nuestra súbita discusión —apagada en el momento en que yo decía: “sólo hay formas”, frase que se me quedó sin intención entre las manos, emergiendo entonces, como al fin de toda oleada mental o efusiva, las formas sombrías de esos enormes objetos, húmedos aún del caos, que estaban invisiblemente vigilándonos. Y este recuerdo a su vez me recuerda por la misma razón que hace vibrar la octava más alta de cualquier sonido— que lo único que sí no puedo compartir de tu poema es la descripción general, de una isla —¿en qué siempre lejanísimo trópico? — donde yo nunca he vivido ni quiero vivir. Porque mi patria, la que está formándose y yo estoy formando en mi medida, nada tiene que ver con esa pestilente roca de que hablas. Y no es que no haya pestilencia y mediodías como un ojo imbécil aquí, ni que yo deje de comprender que lo que nos falta para parecernos a la Guayana o a la Martinica (si es que son tan infernales, o, pero, como sugieres, sólo fango) lo añade tu necesaria fantasía, tu desenfrenada vocación de cáncer —ya que en última instancia no hay lección que no sea vocativa—, tu pasta, en fin, de persona infausta; no es que ignore tampoco los prodigiosos, definitivos aciertos que ha bañado tu tinta: es que, yendo derechamente al grano, lo folklórico sólo tiene peso y vida en el folklore (usufructo bien ganado por Guillén), y el folklore en los países nuevos, al revés que en los maduros, es lo más superficial (evidencia que no sé cómo no han asimilado los nativistas que se apoyan en ejemplos europeos); de modo que, desde mi punto de vista, huelgan todos esos elementos sociales y sociológicos, constitutivamente intrascendibles, en un intento como el tuyo, ¿a qué gastar fuerzas contra lo que no tiene fuerza alguna, desluciendo el gran impulso de expresión con esos trofeos estériles?
El error de tu poema (de este poema; no, por ejemplo de “La destrucción del Danzante”, página extraordinaria) es, claro está, tu propio error. Hay que ir, en poética como en teología, de las realidades a la realidad. Y entonces, regresar. El amor de lo perecedero constituye para mí la sustancia de la aptitud artística, pero ese amor sólo puede tener un sentido, el de la resurrección. No vamos a convertir la poesía en un positivismo sonámbulo y carnavalesco. Tu esfuerzo magistral demuestra que el detenerse en las realidades, esa especie de suspensión del juicio poético, ese ateísmo en vacaciones por la imaginación cósmica, lastra la mejor calidad contemplativa con su peso muerto, insalvable. ¿Qué les falta a tu poema, sino esa llama tácita o atmosférica que debe encender la voz humana, y tal es su oficio, en las realidades más opacas? La imagen traspasada de talento es una cosa tristísima si no se la emplea para que algo resucite. Lo que nace sin resurrección es un aborto.
(Virgilio Piñera, de vuelta y vuelta. Correspondencia 1932-1978, Ediciones Unión 2011)
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