Como parece estar de moda la literatura sobre
lo que el mismo escritor está escribiendo, viene muy a cuento la satírica frase
de Roland Barthes. En esta dirección no muy risueña —dentro de la que se enzarza el cosquilleo
narcisista— un amplio grupo de lectores especulamos que vivimos en una
"época tautológica", caracterizada porque una rosa es una rosa, pero
sin la belleza del énfasis expresivo.
Para
nosotros una aburrida reiteración hace trivial buena parte de lo que se
escribe. Hoy la literatura sobre la literatura indica, más que en épocas
anteriores y sin catastrofismos ni histerias virulentas, que muchos autores
—más bien escribanos—demuestran no tener nada que decir. O muy poquito. O
simplemente sandeces y lamentos, lloriqueos mediáticos.
Al
constatar que mucha escritura apenas logra la remisión a sí misma, también se
observa —por elemental derivación lógica— un hiperbólico Yo-yo-mí como
quebradiza confesión de titubeo. Avalancha que cae sobre todo entre
autoproclamados poetas. Plaga que la facilidad para publicar ha vulgarizado
como nunca antes por el globalizado planeta de coronavirus e internet. Al punto
y aparte de que hay editores afirmando la existencia de más poetas que lectores
de poemas.
Los
escritores locuaces, dentro del masivo fenómeno, dan la verdadera o falsa
impresión de tener una personalidad extrovertida y de que se deslizan por el
cosquilleo narcisista; con la resbaladiza cáscara de melocotón que Roland
Barthes lanzara desde sus cursos universitarios, quizás le comentase a su amigo
Severo Sarduy. Aunque no depende del temperamento: se puede ser reservado,
guardar bajo un espeso silencio informaciones y opiniones, y a la vez tener un
galopante Narciso desbocado por los pastos cerebrales.
Se
sabe y se repite que los escritores que chapotean en lo autorreferencial son
ridículos. No ejercen ninguna contención al ego, procuran hasta sacar cabeza en
las fotos de grupo. No luchan por ser pudorosos. … Y muchos, hasta los menos
burros, no se dan cuenta de su cosquilleo, de que se ofrecen como suculento
manjar para el banquete de críticos lenguaraces.
Es
increíble cómo se autoengañan al creer que cualquier anécdota personal puede
despertar interés, que sus vidas —casi todas tan habituales como las de
cualquier comedor de pizzas— van a abrir curiosidades, enigmas fascinantes a
desentrañar por un público embelesado.
Lo
peor es que muchos de ellos saben que solo el modo en que se dice —el estilo—
es el único que en literatura decide, aunque momentáneamente pueda ser de
interés algún comestible achicharrado por la historia o por la trivialidad
doméstica: el color de la caquita del hijo o el aburrido aniversario de la
revolución cubana, recordar la natilla adornada con merengues por la abuela o el
pomposo servilismo del Historiador de la Ciudad de La Habana, el primo machango
que salió del closet con un clavel en la oreja o un decreto-ley represivo, la
tajante tacañería del padre o la idiotez política de incontables influencers,
bloggers y youtubers, ólogos y más ólogos… Tantos "especialistas"
armados de insondables atrevimientos y productivas jugarretas, aplaudidos por
masas de analfabetos funcionales.
Pero
esto es poco, pasaría por un comprensible modo de subsistir. Cuando se
desencadena de verdad la tormenta de somníferos es al escribir sobre el acto de
escribir, el trabajo que les cuesta escribir, lo que se piensa cuando se va o
se termina de escribir… Y así hasta doblar por la esquina hacia un terraplén
que conduce a un basurero lleno de palabras apolismadas, podridas de tanto
golpearse unas a otras; inanes, que huelen a crípticos lingüistas franceses, a
políticos populistas tabasqueños o catalanes.
No
hace falta ser un psiquiatra vienés para inferir que suele tratarse de gente
vanidosa, engreída. La fatuidad no solo los hace ridículos sino tan risibles
como grotescos. Recuerdo a un maduro poeta argentino, de Mar del Plata, que
contrató un fotógrafo en Madrid para la presentación de su libro de poemas. Las
instrucciones fueron precisas: ninguna foto de costado porque se le vería mucho
la barriga, ni de arriba porque le clareaba el pelo en la cocorotina, ni
mirando para el piso para que no lo acusaran de pesimista… Y así como quince
indicaciones, cada una más hollywoodense, hasta la hilarante: "No cobras
si me tiras un primer plano". Lo peor vino después, cuando cada poema que
leyó estuvo acompañado de un ditirambo, de una detallada descripción de qué lo
inspiró, de cómo lo escribió.
Casi
siempre estos especímenes "autorreferenciales" son fáciles víctimas
del Poder. Su vanidad los vuelve frágiles. En La Habana de los 90, desolada por
la ausencia de la ayuda que hasta entonces llegaba del "campo
socialista" —entre croquetas de averigua, apagones cada noche y más
represiones—, los caleseros culturales del Caballo —uno de los apodos de Fidel
Castro— organizaron un maratón de lisonjas y apologías a ciertos —e inciertos—
escritores disgustados con la crisis diaria. La celebración pública de sus
cumpleaños, calzada con discursos, medallas y diplomas, harían sonrojarse a un
negro mozambiqueño, a un oliváceo nepalés.
Pronto
aparecieron infinidad de textos donde el cosquilleo narcisista casi convierte
en héroes a cualquier repentista que le hubiera dado por improvisar una
temblorosa décima a la resistencia del pueblo, del que el vate formaba parte
destacada. Y de nuevo apareció el mismo rasgo, la misma ridiculez: creerse que
sus viditas humildes y sumisas habían escalado las Cumbres borrascosas como
nuevas Emily Bronte.
Por
supuesto, según se espera, las asociaciones de bombos mutuos de inmediato
hicieron sus acostumbradas cosechas. En las redes mediáticas cayeron unos
cuantos adoradores de sus ombligos abombados con grotescas hernias académicas y
no pocas úlceras trascendentales. Dignos de ser entrevistados por periodistas
ignotos, ávidos de abandonar su anónimo correr, ilusionados con que el
trampolín de algún escritor que haya obtenido uno de los tantos premios del
torrente anual, también los promueva a ellos hacia un lago de lisonjas.
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